lunes, 26 de febrero de 2007

Relato: Aprendiz

Aún así, las posibilidades que se abrían ante él eran inmensas. Con una sola mano el destino de todo el cosmos podía ser cambiado y esa mano era la suya. Contempló desde las alturas de la torre la ciudad que se extendía bajo sus pies. Sus calles, repletas de recovecos que había recorrido a lo largo de toda su niñez, y los parques de los poderosos se confundían en uno solo sin importar su procedencia. Todo era uno y ese uno era un mundo que podría ser conducido por mil senderos distintos hacia un futuro mejor.
Alzó el que consideraba el mayor instrumento de poder del universo y trazó una larga y complicada runa en el aire. Llevaba practicándola todo el día, pero aún así necesitó varios intentos para perfeccionarla y darle la forma correcta. Chisporroteó durante unos segundos y se apagó, arrastrada por el frío viento. Una luz se encendió en uno de los estrechos callejones y otras la siguieron, silueteando con sus lámparas y antorchas los perfiles de las calles y avenidas. La noche llegaba y con ella la luna se alzó sobre la muralla, pálida y expectante, sin duda con su rostro vuelto a los extraordinarios prodigios que tendrían lugar antes de que se ocultase de nuevo.
El faro, cuantas veces a lo largo de su vida había deseado visitarlo, cobró vida en un instante. Su foco se inflamó de improviso y refulgió sobre las aguas. Sonrió al viento y a las luces y agitó su brazo en el aire. Esta vez la runa se mostró tal y como había deseado desde en principio. Sus suaves curvas de color carmesí refulgieron para luego apagarse poco a poco, sin dejar rastro ni ceniza alguna. Un nuevo éxito en su arriesgada empresa. Pronto construiría otras y las iría conectando entre sí, como los pilares de un edificio se unen para completar y sostener una extraordinaria bóveda.
Construir, eso era lo que de verdad quería y a eso dedicaría sus esfuerzos. Alto y equilibrado, pero, sobre todo, con buenos soportes. Hacía tiempo que había aprendido que la base, aunque invisible, debe ser lo que mayor resistencia presente. Sin unos buenos cimientos la más grande de las catedrales se derrumba y cae.
Recordaba que, cuando tenía ocho años, su abuelo le había dicho algo parecido. Pero ya hacía mucho que ese tiempo había pasado y que los bloques de construcción, más grandes que uno de sus pequeños puños, de madera y pintados de vivos colores, se habían ajado y perdido. Tenía razón. No podía saber cuál sería el destino de su rollizo nieto, pero tenía toda la razón del mundo...
Trazó una runa más y se quedó contemplándola, orgulloso de su obra, para luego sentarse en el suelo con las piernas cruzadas. Había mucho que preparar y esa sería la base de sus acciones para el futuro. Tendría que buscar aliados, amigos que compartiesen sus ideas y un... aprendiz. Sólo pensarlo le producía cierto reparo, pues hacerlo le daba a todo aquel asunto una pátina de mortalidad que no le gustaba en absoluto. Pero tenía que hacerse... era una parte importante de los cimientos.
El viento agitó su pelo, cortado a tazón, y sus ojos brillaron al tiempo que las luces parpadeaban en la lejanía. Varias olas barrieron, coronadas de espuma, los pilares que sostenían el muelle y una fina niebla comenzó a filtrarse entre ellos, subiendo por sus rendijas y acariciando los tablones de los navíos como los dedos de una madre cariñosa acariciarían el rostro de su hijo más preciado. Había cosas que echaría de menos sí, pero eso era parte del legado y estaba incluido con todas las maravillas. Todo poder conlleva un precio y sin él perdía su sentido, le habían dicho.
Alejó los pensamientos amargos de su cabeza y se incorporó. Ya era hora de comenzar a crear y no había tiempo que perder con sensiblerías que no conducían a nada. Un grupo de soldados vestidos con negros uniformes marchó, marcando el paso, junto a los pies de la torre y uno de los muchos campanarios de la ciudad comenzó a dar la hora con un tañido que era ensordecedor de cerca pero que en la distancia no parecía más que un murmullo apagado. Antes de que pudiera terminar de contar las campanadas, el repique de otra campana se unió al primero, algo más cercano, lento y majestuoso. Un tercero, grave y hueco, hizo compañía a los otros, sumándose a ellos.
Curioso, se dijo, nunca se había fijado en todos los años pasados allí como las notas, en apariencia discordantes, se unían y arremolinaban en una suave melodía que parecía alzarse sobre los tejados. Los ecos, los inevitables ecos formados por los muros y los estrechos callejones, se sumaron como un contrapunto cada vez más débil. Casi sintió que podía verlos, flotando en el aire y formando escaleras que se elevasen por encima de todo, los edificios, el ruido y la gente. Tras poco más que un suspiro, tal y como había empezado, la música dio paso a una serie de notas inconexas y éstas al silencio de la noche. Las doce habían pasado y no había hora más mágica que aquella. No, no la había.
Las notas de las campanas son como ladrillos, se dijo, también sirven para construir algo mucho mayor que su simple suma. Pero su equilibrio es incluso más precario que el de las simples columnas. Una fuera de lugar y todo se desplomará sin remedio. El secreto consiste en el equilibrio... y la realidad es como la música. Una nota fuera de tono y se derrumba... al tiempo que es más fuerte que el más fuerte de todos los edificios. Compensa las melodías con contrapuntos y los contrapuntos con nuevas... melodías.
No podía encontrar las palabras. Sabía que estaban allí, ocultando un secreto que todavía no era capaz de ver, dejando que sólo viese una forma que nada tenía que decirle y, de cuando en cuando, una esquina o un ángulo prometedores que nada daban. Era como un cuadro tapado con una sábana, o algo parecido, sabías que estaba allí y podías ver que en él había algo, pero no podías decir que... y cuando te movías resultaba ser un espejo.
Las runas sin embargo eran sencillas. Para él lo eran. Eran los ladrillos, las notas o los bloques de construcción. Una sola podía brillar en el aire durante unos instantes con colores realmente gloriosos, pero en sí no era nada. Otra podía resplandecer como mil soles, pero tampoco tenía demasiado sentido por sí misma. Juntas... juntas eran los ladrillos de la realidad... y estaban en sus manos. Si así era, ¿de donde provenían? ¿No serían acaso...?
—¿Qué estás haciendo? —dijo una voz a sus espaldas. No parecía enfadada ni angustiada, sólo algo preocupada e increíblemente vieja—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Subí por las escaleras de arena —respondió, perdiendo de repente toda la confianza que había ido acumulando a lo largo de la noche. Sus pensamientos, el orden, la creación y el equilibrio, volaron en distintas direcciones como una bandada de palomas asustadas por el cazador. Los secretos que había desvelado se perdieron—. No sabía que no debía.
—No te preocupes —gruñó la voz—. Baja ahora y termina de ordenar tus cosas. Tu nuevo cuarto es un desastre y eso no es digno de mi nuevo... aprendiz —titubeó—. Aunque sólo tenga nueve años.
—Como queráis, Anciano —susurró, corriendo escaleras abajo.

sábado, 10 de febrero de 2007

Relato: Luces

Lo sabes. Sabes que no debes estar aquí... Lo sabes desde el primer momento, pero llevas toda la noche negándotelo. Desde que atravesaste esa puerta una voz en tu interior te dice: No lo hagas, ese no es tu lugar... pero has seguido adelante como si no estuviera allí y ahora es tarde. Demasiado tarde.
La luna deja ver su redonda forma por entre las cortinas de encaje, punteando la esquina de la cama de sombras y luces fantasmagóricas. Dicen que es el rostro, o tal vez los ojos, de Haidier. Historias de campesinos. Tú sólo sabes que es una luz delatadora más que puede acabar contigo tan fácilmente como cualquier otra. Blanca y aparentemente limpia se desliza por los tejados y entre las chimeneas, mostrando sólo sombras. Sombras y manchas... Tanteas, buscando.
Apenas puedes escuchar los susurros que llegan desde el otro lado de la puerta. Parece que hace un siglo que la atravesaste. Ahora la sangre se agolpa en tus oídos haciendo que retumben como tambores y hace que te preguntes cómo llegaste a esto. Un chirrido, el de una puerta al abrirse lentamente, te deja sin respiración... pero ninguna línea de luz acusadora se desliza desde la puerta, por encima de los pies de la cama, hasta tus ojos. No deberías estar aquí, te repites. Debe haber sido en otra de las habitaciones.
Recuperas el aliento al tiempo que la puerta se cierra de nuevo, esta vez con un fuerte portazo. Los murmullos suben de tono y, aunque apenas distingues que es lo que están diciendo, adivinas que discuten y que lo hacen en voz muy alta... pero la sangre sigue agolpándose en tus oídos, sin dejar de latir. Te parece que puedes escuchar tu corazón y lo que antes sólo eran tinieblas y sombras imprecisas se convierten en formas de cosas conocidas. Sabes que siempre han estado ahí, pero es curioso como lo hacen. Casi parece mágico. Nada en un lugar y, de pronto, la pata de una silla y los cajones de una cómoda. Alargas la mano, tiembla, pero ya no necesitas tantear.
Mierda, mascullas, la oscuridad era una buena aliada, pero la luna no parece estar quieta. Rebuscas por el suelo con cuidado de no hacer ruido. Puedes ver y eso quiere decir que también pueden verte a ti. Mierda de nuevo, tu mano roza un pedazo de tela suave y fragante, no es lo que buscas. Tratas de estirar el otro brazo, pero parece que esté agarrotado. Un portazo, aún más cercano, resuena acusador, mezclándose con los tambores de tus oídos. Fragante... flagrante...
No es lo mismo, piensas, cambiando el peso de tu cuerpo de lado cuando al fin logras agarrarlo. Con una agilidad de la que no te habrías creído capaz ni en tus años de juventud giras sobre ti mismo. La luz de la luna se refleja en el cristal del candil de la mesilla y las sombras de la cortina cambian con su lento avance. Maldita sea, gimes, no debiste ni intentarlo. Las voces se hacen más cercanas y ya puedes diferenciarlas entre el vaivén de la sangre en tus oídos.
—Sé que lo escondes aquí —dice la voz del que le busca—. No trates de ocultarlo.
—¿De qué hablas? —le responde—. ¡Tú trabajo te está volviendo loco!
Tú sí sabes de que habla, claro que lo sabes. Habla de una de las mil razones por las que no deberías estar aquí esta noche... sólo una de mil, no está mal. Luna llena y además de sangre la llaman. El aura enrojecida sobre los tejados de la ciudad... esa era otra buena razón. Un mal presagio, siempre es un mal presagio. Como puedes te alejas de tu escondrijo, arrastrándote, tal vez como la serpiente que eres.
El pomo de la puerta reluce débilmente bajo la luz de la luna mientras comienza a girar con una lentitud estremecedora y un quejido. Es de bronce y la manija está nacarada, pero es viejo y está desgastado. Una ligera pátina verdosa cubre el lugar donde se hunde en la madera y le falta un pequeño trozo al lado derecho. Se parece al de aquella posada de Nedai, ¿o fue Deret?... es gracioso de las cosas que nos acordamos en ciertas situaciones y las otras muchas que somos incapaces de llevar a nuestra memoria.
Reculas como puedes, buscando una cobertura que, con tanta luz, ya apenas existe. La maldita faz de Haidier continua brillando ahí en lo alto, sonriendo, seguro. La línea de claridad que atraviesa la puerta va haciéndose cada vez más ancha y alargada, avanzando por el suelo como un dedo que apuntara hacia ti y que te señalara insistente. Ese es precisamente el momento elegido por la voz que parloteaba en tu cabeza para volver, parece que con más ganas de guerra. Sabías que no debías hacerlo, pero cuando esa línea desapareció apenas hace una hora, lentamente, a su espalda, no te pareció mala idea. Ahora carga con ella, susurra la voz. Estúpido, te respondes, si yo caigo tú vendrás conmigo...
La puerta se detiene cuando apenas se ha movido unas pulgadas, un siglo más tarde. Una sombra tapa, gracias a Athiel, la lámpara de aceite que cuelga de la pared al otro lado. Otra sombra agarra el brazo de la primera, reteniéndola y haciendo que se gire sobre sus pies.
—¿Qué estás haciendo? —dice—. ¿No estás contento con lo que has visto? ¿No ves que es tu imaginación jugándote otra mala pasada?
No puedes aguardar más. No conseguirá pararle. Junto a la puerta duda, pero entrará. Sabes que entrará. Le conoces tan bien como ella. Ella lo sabe, tú lo sabes... No debiste venir esta noche... pero era tan tentador. La ventana, te susurra la voz dentro de tu cabeza. Parece que la bastarda sabe lo que le conviene. Es una segunda planta, pero puede que merezca la pena intentarlo. Siempre será mejor que... ¡no, no lo pienses!
Usa la ventana. Por ella la luna te sonríe, mostrándote el tejado de la casa del otro lado de la calle. Los canalones, rotos y oxidados, cuelgan de su alero. Se desprenderán en cualquier momento... dejarte caer, eso es. Sales del escondite mientras recoges tu arma, un arma que debería ser usada para defender la ley... no pienses, sólo actúa.
La luz contra los cristales. No debería ser difícil abrirla. Giro y empujón, no necesitas más. Las cortinas se enredan en tu brazo como si no quisieran que las abandonaras, envolviéndote con su cálido abrazo. Parecen susurrarte. Esta vez no... no caerás. No más que desde la ventana. La puerta chirría y la luz de la lámpara de aceite se refleja en el cristal mientras éste gira, tan cálida como el abrazo, pero llena de sombras que no mostrarán misericordia alguna. Y todo se precipita.
Ves como forcejean por un instante mientras desapareces por el marco y la velocidad se agarra a tu estómago haciéndote desear no haber cenado nada. De repente, se para y con un golpe seco chocas contra el suelo, sumergiéndote en una espesa niebla que, por un instante, pareció sostenerte en el aire. Tan rápido como empezó, acaba. Tragando saliva te pones en pie y te dispones a huir. Una cabeza, recortada tras la ventana te mira. Su casco, idéntico al tuyo, refulge bajo la luna.
—¡Gäilmes! ¿¡Qué hace ahí parado!? —grita—. ¡Persígalo!
—¡Ya voy, capitán! —le respondes, corriendo hacia la oscuridad—. ¡Ese maldito ladrón no escapará!
Tal vez, a fin de cuentas, no fue tan mala idea visitarla esta noche.

miércoles, 7 de febrero de 2007

Otro blog...

Si alguno se fija, verá que el relato El Soñador ha desaparecido.
Lo cierto es que se ha trasladado al blog que estoy escribiendo en paralelo a éste y que dedicaré a todo lo que no tenga que ver con Urnas de Jade.
Pasad por Fuera de las Urnas para echarle un vistazo, aunque, por el momento, su contenido es un poco escaso.

Un saludo a todos.

viernes, 2 de febrero de 2007

Relato: Juglar

Jadeante, Ednar da por finalizada la canción mientras sus ojos contemplan, expectantes, cada una de las reacciones del público. Sabe que no ha caído en desgracia, sí, está seguro... Un murmullo lejano y un tanto torpe invade la taberna, rebotando en sus vigas, cada vez más lleno de aplausos y felicitaciones. El bardo las acoge como siempre, con una ligera sonrisa, y las guarda en su interior. Un recuerdo dichoso para los días de camino en los que está por dejarse vencer. De ellos ha vivido durante estos años. Por un instante se deja llevar por el gozo del éxito y se ve tentado a inclinarse y saludar, pero no lo hace. La calzada le espera y esta sólo ha sido una breve parada. Otra más. Deben ser breves. Detenerse durante demasiado tiempo puede suponer no volver a marchar.
Con otra sonrisa va hasta el tabernero mientras recoge su sombrero de una punta de la pared. Ala ancha y ni una pluma... y casi tan ajado como él mismo, o como se siente. Ednar de Jirt todavía no ha cumplido los treinta pero la vida ya ha dado demasiadas vueltas para él. De dos zancadas se planta ante el hombre de rostro enrojecido por el vino.
—Terminé por hoy, mi buen amigo —dice al tabernero—. Dame mi parte y me iré.
Él le mira, buscando tal vez un resquicio de duda en su manera de moverse, un resquicio por donde sacar algún beneficio más de su alianza. No lo encuentra. Tan sólo unos ojos oscuros que brillan con reflejo acerado y una ligera sonrisa en los labios. Nervioso por algo que no esperaba encontrar, rebusca en los bolsillos de su delantal para sacar unas cuantas monedas de cobre.
—Aquí tienes —dice, no demasiado convencido, mientras se las tiende con una mano sudorosa y cubierta con una extraña erupción—. Eso es lo que te toca.
—No parece mucho —responde él, sin bajar la vista—. Deberías hacerte mirar esa mano. No tiene buen aspecto.
—Lo haré —murmura el tabernero. Al cabo de unos segundos vuelve a meter la mano en el delantal cubierto de mugre y saca una pequeña moneda de plata, media corona—. La noche se ha dado bien —gruñe, dejándola sobre la barra con un golpe seco—. Llévate esto también.
Ednar la coge sin apenas rozar la madera manchada de cerveza y juguetea con ella unos instantes antes de guardarla en una pequeña bolsa de algo que podría ser terciopelo verde, pero que tiene tantas calvas que hace años dejó de tener valor alguno. Sin quitar la vista del tabernero vuelve a abrir el cuello de su camisa y la deja deslizarse en su interior.
—Me encanta hacer negocios contigo —sonríe, recogiendo su capa de los pies del improvisado escenario y poniéndosela sobre los hombros—. Hasta más ver —se despide, caminando hacia la puerta del estrecho y oscuro local.
Unos cuantos saludos y empujones de su público, nunca ha sido demasiado amigo de las palmadas en la espalda, le llevan hasta la puerta. Fuera hace frío y la niebla ya lo cubre todo. Su caballo le aguarda. Monta en él y se aleja. El sonido de los aplausos, por mucho que lo niegue, todavía se escucha en su cabeza.
Los cascos de su montura resuenan contra el húmedo adoquinado, levantando breves ecos en las paredes de adobe y madera. Sombras amenazadoras se alzan allí donde sólo debería haber almacenes y casas. Siente que la capa no da suficiente calor y se envuelve en ella con fuerza, sujetándose con una mano al pomo de la silla y dejando que las riendas reposen sobre sus rodillas.
No hay de que preocuparse se dice, y sus ojos escrutan las tinieblas a su alrededor. Nuevos sonidos se unen a los de las herraduras cuando gira por una calleja. Un haz de luz recorta los edificios a su alrededor y siluetea la sombra de jinete y caballo contra el suelo, para luego desaparecer entre la bruma en dirección al mar. El faro gira. Gotas de lluvia caen desde los canalones y la siguiente vuelta de la blanca luz arranca de ellos brillos multicolores que nadie esperaría encontrar en el agua. Pero esto es Puerto Agreste, se dice. Nadie está muy seguro de cuanta parte del agua que se bebe es agua.
Los sonidos se hacen todavía más cercanos. Cuchichean entre ellos como si la niebla y la oscuridad impidieran que sus palabras fuesen oídas. Es algo que tiene en común los ladrones y cortabolsas de todas partes, anota para sí. La espada corta que suele llevar amarrada a la silla se desliza poco a poco en su vaina. Sabe manejarla y no dudará en hacerlo, pero no ahora. Oculta entre los pliegues de su capa es como debe estar... de momento.
La sombra de un tipo bastante grande, con un casco cuadrado y una pelliza sobre los hombros, surge de repente frente a él, en la mitad de la calle. Tiene una gran barba trenzada que le cae por encima del pecho y un hacha de leñador cuelga de su cinto. Dos más se unen al primero, tapando la calle de lado a lado como una muralla de carne y acero.
—¿Eres tú el juglar? —gruñe con voz amenazadora. Ednar tira de las riendas y su caballo cabecea nervioso, presintiendo al igual que él el peligro—. ¿El que ha cantado en El Cenagal?
El Cenagal... bonito nombre para semejante pocilga. Pero de algo hay que vivir, se repite, y el público está donde se busca. No más lejos. El hombretón no se mueve aguardando una respuesta y Ednar alza ligeramente sus ojos, ocultos por el ala del sombrero de la fría luz del Faro de Ifklar que, inmisericorde, barre la calle una vez más. Casi puede imaginarse el siseo de la luz sobre el pavimento.
—¿Eres tú? —pregunta con voz grave, dando algunos pasos hacia él. Viste armadura de cuero llena de remaches. Varias dagas brillan en las cinturas de sus amigos. La silueta de una ballesta se muestra sutilmente bajo la capa de uno de ellos. La luz le ciega de nuevo – Venimos buscándote desde allí.
—Sí, lo soy —para que mentir, murmura para sus adentros, apretando con fuerza el arma hasta que los nudillos se le ponen blancos. Relájate, se dice, si hay que combatir no debes hacerlo nervioso.
—Tenemos algo para ti —susurra, aproximándose aún más. Oculta algo a su espalda, en la mano derecha que se mantiene invisible.
Ednar se prepara para apartarse de lo que sea... un cuchillo... lo que sea.
Con un movimiento firme y decidido, el hombre saca algo redondeado y lo blande en el aire. La fría luz del faro arranca el brillo del barniz de su madera mientras, como un rayo, lo coloca frente a sí.
—Esto es tuyo —dice, entregándole el laúd con gesto amistoso—. Lo olvidaste en la taberna. Por cierto... muy bueno lo de esta noche. Tendrías que venir más por aquí.
Las tres sombras se pierden por la calle, tan misteriosas como llegaron. Sólo tras largos instantes Ednar se siente con fuerzas para continuar.
Lo que hay que ver, susurra.
Cosas como ésta sólo pueden suceder en Puerto Agreste.

Comienza Febrero...

... y como desde comienzo de año sólo he escrito una miserable entrada, pues me dispongo a solucionarlo. Así, para empezar, voy a colgar una serie de relatos situados en Drashur y, más concretamente en Puerto Agreste.
Espero que os gusten.
Aquí está el primero.