martes, 21 de agosto de 2007

Otros Relatos: Oscuridad Manifiesta

Oscuras imágenes, abotargadas, informes, bultos sin alma que se extienden hasta el infinito. Rostros sonrientes, blasfemos e inhumanos que llenan hasta el último de los rincones. Lecturas malditas, de caligrafía insana, dubitativa y errática, encuadernadas con sus propias entrañas y cosidas sin tripas, sólo engrudos, pastas y una presión más allá de lo imaginable.
Paseo entre todas ellas, entre las estanterías repletas con lo que nuestra sociedad ha producido y me refocilo en la inmundicia. No puedo por menos dejar de sonreír mientras, bajo la amarilla luz de mi linterna, observo en qué nos hemos convertido. Y no sólo nosotros… aplastando a los que eran más débiles e inocentes, hemos destruido a las que eran mil veces más antiguas que la nuestra. Hemos invadido con nuestros paganos cultos a aquellos que sólo ansiaban libertad y escapar de la tiranía y la opresión. Nosotros se la vendimos y junto a ella les vendimos una esclavitud de espíritu mucho más profunda que las simas abisales. Pan a cambio de su total sumisión. Plagas a cambio de las pócimas y ungüentos. Armas para acabar con sus enemigos y proclamar la paz. Muerte agónica y lenta a cambio de sus vidas cortas aunque plenas. Los cuatro gigantes al completo. Y pagaron por ellos. Y lo hicieron por su propia voluntad.
Como soldados hieráticos, las estatuas se alzan en el interior de sus cárceles de cristal. Altas, imposiblemente delgadas, muestran nuestros ideales al mundo. Son unos ideales marchitos y amargos que, aunque no cumplimos, tratamos de imponer. Imágenes de los nuevos Dioses sin alma que tallamos a imagen de los verdaderos, venidos de las estrellas, flamantes astros sin entrañas que ansían la adoración de las masas sin importarles el precio. Muy pocos se habrían salvado en los días antiguos y muchos de ellos son repudiados por los más viejos y poderosos. Nadie les pretende fidelidad aunque sus imágenes se extiendan hacia el infinito, llenando los muros con sus rostros de expresiones vacías, de ojos acuosos y manchados por los azares de una existencia tan fugaz como su origen. Las sectas se postran a sus pies, pero nadie cree en ellos. Todos aguardan, dispuestos a ver como estos Dioses de pies de barro y cabeza de paja se desploman y caen para poder repartirse los pedazos. Pero estamos dispuestos a ser como ellos, todos idénticos a semejanza de nuestros ídolos.
El círculo de luz que llevo en mi mano se refleja en el vidrio, en los bruñidos espejos que llenan las paredes del templo. Por un momento me asusto de mi propia mirada. Mi piel morena me marca como uno de los de fuera, como ellos, como los que en otro tiempo fueron sus esclavos y ahora son libres para vivir a su modo. Todavía soy menos que ellos en un mundo que promulga la igualdad. Aparto la vista, tratando de olvidar lo que era antes de llegar a donde me encuentro. El día que lo consiga seré uno de ellos, seré aceptado como uno más.
Me falta el aire, pero aquí no hay ventanas a las que asomarse. Casi mejor. Así no podré ver lo que ellos… nosotros hemos hecho a esta tierra. No podemos decir que la hayamos rehecho a nuestra imagen. Yerma, desértica, cubierta de polvo y nubes sulfurosas que brillan durante largas noches como ésta, donde nada que no deseemos pueda medrar o crecer. En apenas dos siglos hemos conseguido esto… ¿cuánto tiempo deberá pasar antes de que debamos partir y repetir el mismo proceso en otra parte? Las eras son cada vez más cortas y todo sucede más rápido. ¿Cuánto será la siguiente? ¿Cien o cincuenta años?
Ya da lo mismo. Esas dudas están fuera de lugar y carecen de sentido. Soy el guardián del templo durante las horas en las que el sol se pone y la oscuridad de la noche llena las llanuras. Esa es mi labor y a ella me debo, no hay espacio para dudas o errores que puedan permitir al enemigo adentrarse en estos execrables pasillos. Desde la caída de las grandes torres nada ha vuelto a ser lo mismo. Ellos podrían estar en cualquier parte, acechando… continuo con el intrincado recorrido que mis superiores me han asignado, entre las sombras amenazantes y los pulidos suelos. Las estatuas, casi vivas, parecen respirar en la oscuridad, observándome, y los puntos rojos que son los ojos de mis compañeros parpadean de cuando en cuando, colgados donde los altos muros se unen con el adornado techo. Las escaleras, vibrantes y pulsátiles antes, y muertas y frías a estas horas, se proyectan hacia el infinito que hay más arriba, llevando sus pasamanos hasta tan lejos que parecen unirse en uno sólo, vulnerando toda geometría euclidiana bajo la luz de la luna, impávida y pálida, que atraviesa las amplias vidrieras del piso superior. Al menos allí hay más claridad, no como en los húmedos corredores plagados de ratas de mis primeras semanas, cuando parecía llevar la insignia de novato grabada en la cara, aún más allá que en el mugriento uniforme que me habían entregado, una reliquia de los tiempos en los que todo era más nuevo y brillante y las masas acudían en tropel para consumir y ser consumidas.
Subo por ellas, un escalón tras otro, sintiendo el frío metal bajo mis pies, cansados de tanto caminar, con las pocas prisas de quien no desea hacer algo pero sabe que debe hacerlo. Las nubes, oscuras, de una tormenta que no termina de descargar, pasan ante la faz de Selene, arrastradas por un viento demasiado cálido para esta época del año. Está ya baja, camino del amanecer, cuando el sol se alzará, los acólitos acudirán precediendo a los fieles y yo podré regresar a casa. Entonces los cánticos se alzarán también, repetitivos, llenos de estrofas y palabras medio susurradas que todos repetirán entre dientes, pues, quien más y quien menos, todos conocen los ritmos y las palabras.
Las pasarelas se presentan ante mí, colgando del techo abovedado. Están tan vacías como el resto del edificio. Junto a ellas, adosadas a las paredes, se abren otras vitrinas, cubículos donde los hambrientos son alimentados, como siempre por un precio demasiado alto. Aquí se proporcionan todos los vicios, se les anima y se les nutre como en ninguna otra parte. Ni siquiera el antiguo Seth, transfigurado en villano, fue capaz jamás de hacerlo tan bien. La gula es domada y amaestrada aquí, mientras que la vanidad, el orgullo y la codicia lo son en el piso inferior…
Me parece oír un ruido. Susurro para mis adentros las palabras convenidas y me dirijo a lo largo de la pasarela de la izquierda, donde las sombras son más oscuras y tenebrosas, nada comparado con lo que he visto más abajo. Mi arma, empuñada antes por cientos que como yo hemos dedicado nuestras vidas a proteger estas paredes, salta a mi mano prácticamente sólida, cálida y fría al mismo tiempo. Me pregunto si alguien la habrá usado antes y en qué circunstancias. Corro hacia el sonido. Cuando llego no hay nada. Sólo se trata del pestillo de uno de los altos portalones que, suelto por descuido, hace que los goznes giren y se retuerzan con el viento que, aunque escaso, es una constante aquí dentro. Ha sido una falsa alarma y me sonrojo por haber puesto a todos en alerta. Con un saludo de mi mano, indico a los que observan desde las alturas que todo va bien, que todo es correcto. Un rayo de sol entra en ese instante por la cúpula y sé que ya es la hora de que me marche, que mi tiempo ha acabado aquí…

¡DING! ¡DONG! ¡LAS PUERTAS DE ESTE CENTRO COMERCIAL ABRIRÁN EN UNOS MINUTOS!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Solo tu puedes darle un giro poético a un centro comercial.Claro que la crítica implícita en el relato está muy bien lograda.