lunes, 31 de mayo de 2010

Lunes, se acaba Mayo

Aunque hoy tocaba capítulo de Fragmentos de una Batalla, voy a reducir el número de entregas a una semanal para no comerme el escaso margen con el que cuento a día de hoy. Dicha entrega que será los miércoles.

En lugar de eso, retomo las ilustraciones de Pablo Uria para la novela corta infantil/juvenil En Tierra de Nadie. No, ninguno de los dos nos hemos olvidado del tema, aunque sí es cierto que ha estado bastante parado. A cambio, hemos escrito un guión para un corto. A ver si pita.

Esta ilustración corresponde al capítulo 12 del que no voy a decir nada en absoluto.

viernes, 28 de mayo de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo III

III GENERAL AL MANDO


He vivido largos años a la sombra, guiando a mis tropas en batallas vanas y sin sentido. He tenido que ver la cobardía en los ojos de mis hombres y tragarme mi orgullo durante demasiado tiempo. Eso acaba hoy.

Palabras del general Adkrag Zelnistaff


Observando el avance de las tropas demianas habría parecido que lo que llevaban a cabo era sencillo y carecía de dificultad, pero no había nada más alejado de la realidad. Las columnas, convertidas en hileras, mantenían un ritmo constante, desbrozando y talando los troncos que se encontraban delante de los arietes y las torres de asedio. No tantos como le habría gustado al general Zelnistaff, pero sí mucho más abundantes de lo que permitía el complicado terreno.
Adkrag Zelnistaff contemplaba a los suyos a lomos de su montura. Era un hombre robusto y alto, enfundado en una armadura pesada y sin más adornos que los que recorrían la parte frontal de su coraza, formando el rostro de un lobo enfurecido. Llevaba el yelmo colgando de la silla, cubierto en gran medida por la capa granate que reposaba sobre sus hombros, tan larga que ocultaba buena parte de los cuartos traseros de su caballo, un pura sangre de la raza criada por los norteños, que gustaban de bestias de anchas pezuñas y mal genio, y que era uno de los pocos que se encontraban entre las filas de su hueste. El resto pertenecía a los oficiales que, ataviados con pesadas armaduras de hierro negro, daban órdenes a los suboficiales y a los encargados de los látigos. Sólo con sus restallidos, estos obligaban a cientos de esclavos mudos a mantener el ritmo ante las máquinas. Más de uno había muerto ya de cansancio y más de dos caerían frente a sus propios hermanos cuando les obligaran a cargar contra las murallas en primera línea.
Carne de cañón para que los de Dhao practicaran con sus arcos.
Por delante de los esclavos avanzaban los rastreadores y los batidores, encargados de acallar cualquier presencia inoportuna. No habían tenido excesivo trabajo ni aquella noche ni las dos anteriores, cuando los integrantes de la decena de campamentos asentados entre la maleza habían comenzado a reunirse. La infantería caminaba detrás, despacio y guardando las fuerzas para el choque. No había entre ellos dos uniformes iguales y sí muchas pieles, curtidas y tan gruesas que algunas de ellas resultaban tan robustas como el acero ante las blandas hojas de los habitantes de la Ruta Norte y sus señoríos.
Todo aquello era observado por el general, que contemplaba el avance de sus hombres lleno de orgullo. Aquella noche empezarían a restañarse las viejas heridas, las que se habían abierto con la caída de Demosian y que pesaban como una maldición sobre Demostadt. Por fin los Jerarcas habían decidido que era hora de hacer algo, de salir de nuevo de detrás de las montañas que protegían su patria y encararse con los ofensores. Sí, ya era el momento de enfrentarse a sus enemigos, aunque el Sumo Jerarca Wost habría preferido que los primeros en caer fueran los horstan, igual que habría preferido que no hubiera habido tantas deserciones entre los suyos. Pero aquellas eran las órdenes. Los primeros en recibir el zarpazo de la Jerarquía serían los dhaitas, las orgullosas torres del castillo Qüintain caerían y su señora lo haría con ellas.
—¿General?
La voz que le llamaba, quebradiza y seca, le sacó de sus pensamientos para devolverle a una realidad en la que las órdenes que no le agradaban iban mucho más allá de cuál fuese su más inmediato objetivo.
—¿Galkor? —respondió, mientras tiraba de las riendas.
Zelnistaff trató de contener una mueca de asco, pero no pudo. Era capaz de soportar las mañas de su asesino personal, Karadrag, o las de Arros, capaz de cualquier cosa con tal de vencer aunque en sus actos no hubiera ningún honor. Pero, frente a Dhao no hacía falta ser honorable… precisamente por las mismas artes sobre las que Galkor tenía control. Por eso le despreciaba, igual que despreciaba a los enemigos con los que corría a batirse: porque ninguno de ellos era un auténtico guerrero y en el mundo en el que el general se habían criado no habrían pasado de ser más que meros segundones. Poco más que esclavos.
En aquel estaban al mando.
El sacerdote era alto, pero ahí acababa cualquier parecido con el de un auténtico demiano. Su piel era pálida, tan blanca como el hueso y sus dedos, apenas visibles bajo las mangas del hábito negro que le salvaguardaba del sol, eran largos y finos como los de una mujer o un esqueleto. Sus ropas oscuras ondeaban en torno a su cuerpo, del mismo modo que si el viento las dotara de vida propia. Le esperaba a lomos de un caballo que era tan huesudo como él, sonriendo con una dentadura desigual y medio podrida.
—El ritmo es lento. Debemos alcanzar Dhao antes de que llegue la medianoche —dijo.
El general Zelnistaff se pasó la lengua por las encías antes de responder. Deseando no tener que hacerlo.
—El ritmo es el que es. No queremos que los esclavos se deslomen… todavía. Que dejen su sudor y su sangre a lo largo del camino. Que lo marquen con ellos y demuestren a esos perros dhaitas lo que les aguarda.
—Con mis hechizos…
—Reservad vuestras brujerías para cuando lleguemos. Allí habrá otros como vos con los que deberéis medir vuestras fuerzas.
Adkrag Zelnistaff gruñió lleno de desprecio, pero igual daba. No pretendía caer en gracia al sacerdote y, a pesar de sus lazos con la Jerarquía, él era quien todavía se encontraba al mando. El general se refugió en aquella creencia y en la matanza que estaba a punto de acontecer. Su encrespada barba y sus abundantes cejas ocultaron en buena medida sus sentimientos. Después se giró de nuevo y dio varias órdenes a los suyos. Por mucho que le doliera, el bastardo vestido de negro estaba en lo cierto. El avance era lento. Demasiado.
El mensajero partió en silencio. Los timbales y los cuernos quedarían para más tarde. Entonces cantarían y habría gritos de angustia y crujir de huesos. El mundo en el que Zelnistaff creía volvería y las absurdas razias a las que había dedicado los anteriores veinticinco años tocarían a su fin.
Habría guerra. Verdadera guerra.

lunes, 24 de mayo de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo II

II IMPERTURBABLE


Dando palmas, avanzamos,
punta y tacón y ya volvemos.
Desde niños, hasta ancianos,
con este ritmo nos movemos.

Fragmento de una canción de Dhao


Las sombras recorrían los altos muros del castillo Qüintain, subiendo por sus afiladas torres, estrechas troneras y múltiples arquivoltas casi como si se encontraran dotadas de vida propia. La luz que surgía por sus ventanales y balcones apenas era capaz de contenerlas. Dorada y vibrante, era la de muchos candiles y vela y estaba acompañada de una música tan suave que daba la sensación de que emanaba de ella misma.
En el interior de la fortaleza se celebraba un baile. No uno de los multitudinarios, que en otros tiempos habían reunido a la flor y nata de medio continente, sino uno mucho más reducido, casi familiar. Los músicos, un cuarteto de cuerda formado por algunos de los mayores virtuosos de Dhao, rasgueaban una antigua balada en uno de los extremos del salón. Las lámparas se reflejaban en el suelo de mármol pulido. Los bailarines danzaban con parsimonia, siguiendo los dulces acordes. Nadie cantaba la canción que correspondía a aquella melodía. Aunque todos los presentes la conocían.
En el trono que presidía la estancia, de madera tallada y pan de oro, se encontraba sentada la Señora de Dhao. Rubia, muy hermosa y ataviada con un vestido blanco, entallado en la cintura, con los hombros al aire y mangas abultadas. Dariahn de Dhao observaba las evoluciones de los participantes, la mayoría bajos nobles al servicio de su casa. Una casa antigua que, a pesar de los avatares del destino, había sabido mantenerse a la cabeza de los territorios drashan. Porque Dhao, a pesar de su pequeño tamaño y de su consideración como señorío, era capaz de mirar a la cara a los califatos y reinos sureños y mantener dicha mirada cuanto fuese necesario.
La Señora de Dhao apenas se movía sobre su trono, aunque sus ojos seguían los giros y las elegantes piruetas de las dos docenas de asistentes. Los vestidos de brocado y pedrería destellaban bajo las luces de las velas y los espadines de gala dejaban ver gran cantidad de piedras preciosas, perlas y oro. Inútiles para combatir, allí eran lo apropiado. Entre todos ellos, muy parecidos, uno destacaba en corpulencia. Aunque se desplazaba con envidiable soltura, esta provenía más de su perdurable voluntad que de su gracia personal.
El senescal Winthrop, encargado de guiar las decisiones de Dariahn de Dhao hasta sus esponsales, permanecía muy cerca de ella. No era un hombre mayor, aunque su gesto serio y concentrado y su cabello peinado hacia atrás con abundancia de grasa, le sumaban muchos años. Aquella mueca perpetua no se había apartado ni por un instante de su rostro. Ni durante la cena ni durante las celebraciones posteriores. A nadie le había extrañado y la mayoría había hecho todo lo posible por ignorar aquel aspecto de su persona. El que era habitual en él y que ni la mayor de las fiestas era capaz de cambiar. Menos aún aquella, organizada desde hacía meses y de simple compromiso.
—Señora, debería…
—Permanecer mi lado y sonreír un poco más —le interrumpió la Señora de Dhao—. No os va a doler si lo intentáis.
—Los asuntos de estado son…
—Un tema que trataremos mañana —susurró ella, sin dejarle continuar—. Confío en vos, Winthrop, pero todo tiene un límite. Nuestros invitados no van a ser desatendidos, es lo único que importa ahora. Ya habrá tiempo cuando amanezca. Si vos no os veis capaz llevar a cabo las atribuciones propias de vuestro cargo, deberéis descargarlas sobre los hombros de otros.
La música terminó suavemente y los caballeros y las damas se colocaron en filas idénticas a las que habían formado al comenzar la tonada. Unos instantes más tarde, otra comenzaba. Muy parecida, aunque algo más rápida, ascendiendo por momentos para, luego, descender en un curioso contrapunto. Los danzarines bailaban de nuevo. Los dedos de los músicos volaban sobre las cuerdas, sin detenerse y casi invisibles por la velocidad que les imprimían.
La fiesta seguía, mientras la perdición se acercaba a ellos a pasos agigantados a través de los salvajes bosques del norte y nadie se percataba de que aquel mañana del que había hablado la Señora de Dhao tal vez nunca existiría.

viernes, 21 de mayo de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo I

I
NOCHE DE CALMA


No hay escudo que valga contra un enemigo que no sabemos que existe.

Sentencia horstan


La ciudad permanecía tranquila. No de una forma pesada, como si el propio aire se mantuviera expectante ante lo que iba a suceder, sino por completo quieta, con una placidez que los abuelos de sus habitantes no habían llegado a conocer en toda su vida. Pocas eran las ventanas que mostraban algo de luz a lo largo de la avenida principal, una larga espiral que iba desde el portón hasta el castillo Qüintain, en la cima de la colina en la que se asentaba la capital del señorío. Las luces en las calles tampoco abundaban. Algunas hornacinas lanzaban destellos apagados que, aunque parecían contener cierta magia, sólo se debían a los materiales que se quemaban en ellos. No había patrullas que circularan sobre el adoquinado, aunque, de cuando en cuando, las almenas permitían contemplar la silueta de algún vigía.
Aún con tanta serenidad, no eran pocos los carros que se encontraban fuera de las murallas, aguardando a que las altas hojas del portalón se abrieran con el amanecer. Sus dueños, acampados sobre el puente de Adhier y en los blandos bancos de arena del Jiraimot, que se extendían en aquella región a escasa distancia de la Ruta Norte, tendrían que esperar hasta entonces. Esa era una buena costumbre que no había muerto con la prosperidad y que dejaba entrever a los recién llegados que, a pesar del gusto de los dhaitas por la música y las canciones, todavía quedaba en ellos cierto sentido común.
Pero, si las calles de Dhao se mostraban como una continua curva ascendente, el aspecto de la fortaleza que se erguía sobre ellas no podía ser más diferente. Repleta de torres afiladas y rectas, de arquivoltas y de contrafuertes, parecía un castillo de hadas, hecho para durar sólo hasta la primera luz de la mañana. Ese aspecto no podía ser más engañoso. Si permanecía incólume, era porque había sabido resistir los avatares de una guerra interminable mejor que muchas otras que habían caído para desaparecer y ser olvidadas.
Sin embargo, aunque la noche estaba tranquila en apariencia, esa no era la auténtica realidad. Las sombras que habían acabado con la vida de Baldekor —o unas que se les asemejaban mucho—, se encontraban ya en la ciudad. No sólo en sus cercanías, como el trampero había visto desde lo alto del calvero, sino también en su interior. Dhao estaba siendo invadida.
Había sucedido a lo largo de las lunas anteriores, poco a poco y con una calma que era impropia de las costumbres de los bárbaros demianos. Acompañando a carromatos muy parecidos a los que aguardaban frente al portón, formando parte de falsas familias, solos o en parejas habían penetrado tras los muros para ganar de antemano un terreno que, de otra manera, les habría estado vedado. Mestizos unos, rubios otros, para Arros, el responsable de aquella labor y hombre de confianza del general Zelnistaff, todos eran iguales y prescindibles. Y a todos ellos les había enseñado a hablar lo justo y a mantenerse ocultos de las miradas indiscretas. Sobre todo a mantenerse ocultos. Buena parte de lo que tenía que acontecer, de lo que Arros tenía planeado que aconteciera, se apoyaba en ello. En sus soldados convertidos en un trasunto de espías para apoyar la fuerza de las armas. Y también en la brujería, por poco que le gustase a su comandante en jefe.
Aquellas sombras en particular se deslizaban por uno de los estrechos callejones del más oriental de lo barrios de Dhao, cercano a la muralla y a un tiro de piedra del recio portalón que impedía que la marea que avanzaba por los bosques se derramara en el interior de la ciudad. Iban desarmados, a no ser por los cuchillos, que, como toda defensa, los guardias les habían permitido introducir en la ciudad. Ni espadas, ni hachas, habían dicho, incautando las pocas que llevaban con ellos. Su capitán ya había supuesto que sucedería algo así. Incluso en su blandura, los dhaitas tenían cierto límite.
Era precisamente Arros quien encabezaba aquella partida —una entre más de una docena—, arriesgando su propia existencia por un bien mayor para los suyos. Su rostro, picado por la viruela, no habría pasado desapercibido ante la atenta mirada de los soldados de no ser por la rala barba que lo cubría y por los sutiles encantamientos trazados por uno de los muchos brujos que servían al Sumo Jerarca. De este había partido directamente la orden de atacar aquella ciudad como punto de partida para una campaña a gran escala que devolvería al Yermo al lugar que se merecía. Pero su magia ya cedía y su malcarado rostro volvía a salir a la luz, demasiado conocido para sus enemigos. Aunque no iba a darles la oportunidad de verlo antes de degollarlos.
Sus acompañantes eran cuatro, hijos menores de la nobleza y miembros de los rangos intermedios de la milicia de Demostadt. Hombres fuertes, aunque no en exceso, y más hábiles con los cuchillos que con la palabra. También con cualquier otra arma que pudieran agenciarse. Aunque no era eso para lo que estaban allí. Al menos no lo fundamental.
Caminaban despacio, algunos de ellos entre notables bamboleos, como marinos sobre las tablas en un mar agitado. Tenían aspecto de campesinos, de labriegos que hubieran acudido hasta la capital para vender sus hortalizas en el mercado. Al menos hasta el instante en el que se les miraba directamente a los ojos. En su azul, refulgía el brillo de la guerra. Por eso miraba a los adoquines en los que apoyaban sus tambaleantes pies. Eran asesinos y todo cuanto hiciera falta al servicio de su señor.
Arros detuvo sus pasos a la entrada de una casa idéntica a cuantas la rodeaban y aproximó los nudillos a la madera de la puerta. Sólo tuvo ocasión de llamar una vez antes de que se abriera. Un hombre, bajito y con amplias entradas rodeadas de pelo canoso y lacio, se encontraba en el umbral, sosteniendo una lámpara ciega. Le miró, como si apenas pudiera verle, y después, miró a sus acompañantes con idéntico gesto. Acto seguido, les indicó que entraran.
El interior del edificio era lúgubre y anodino. Una sola sala servía a todas las necesidades del viejo. Allí, en una chimenea que parecía a punto de venirse abajo, cocinaba lo que parecía alguna clase de remolacha. Una mesa con apenas espacio para él mismo, una banqueta y un jergón completaban el mobiliario. Tras él, una cortina de tela gris y raída cubría parcialmente la pared de ladrillo. El anciano se apartó de ellos, sabedor de que la mayor parte de lo que debía hacer por las monedas que le habían ofrecido ya estaba hecho y que sólo le quedaba embolsárselas y ocultarse hasta que lo peor hubiera pasado.
Los demianos ocuparon buena parte de la salita sin decir palabra. Al cerrarse la puerta, se produjo el milagro. La supuesta ebriedad que guiaba sus pasos se esfumó como rocío tras el amanecer. Todos se irguieron y, a su manera, se cuadraron ante su superior. Este sonrió, con una mueca apenas visible en su cara marcada por un millar de cráteres y, tras pasarse la mano por su sucio cabello rubio, señaló al catre y al cortinón que había tras él.
Dos de los soldados fueron hacia él y, como uno solo, lo lanzaron a un lado ante la reprobadora mirada del viejo, que no se atrevió a decir esta boca es mía. Las astillas y la paja del camastro llenaron el suelo, sumándose a la suciedad que ya había en él. Un hueco, abierto en el muro, permitió entonces ver los cientos de tinajas que se acumulaban al otro lado.
—La hora se acerca y todo está listo —dijo Arros en un discurso grave, lejos de las ampulosidades con la que solía arengar a los suyos. Grave, sencillo y destinado a dar un último empujón a quienes, de sobra, ya estaban convencidos para caminar sobre el abismo aunque eso les costara todo—. El glorioso ejército de nuestro señor marcha hacia estas murallas y su destino no es otro que el de derruirlas. Nosotros llevaremos a cabo la peor parte. ¡A sangre y fuego!
—¡Por Demosian! —respondieron los otros a coro.
—Por Demosian —masculló el segundo del general Zelnistaff.
El viejo le miraba, con el gesto vacío de quien ha fumado demasiada krashda gris y sólo desea la siguiente pipa. También con el acuciante de quien espera que le entreguen la plata para comprarla. Arros estuvo tentado a escupirle a la cara, pero se contuvo. Había cumplido con su parte del trato y eso, al menos, merecía una recompensa justa.
—Matadle —dijo a sus hombres, con un gruñido—. Pero que no sufra. No queremos que digan que somos unos desaprensivos.

lunes, 17 de mayo de 2010

Fragmentos de una Batalla: Prólogo

PRÓLOGO

El día había comenzado como cualquier otro en Irdiarinon-Log-Gulath, más allá de la Ruta Norte. Eran aquellas tierras salvajes, en las que los pinos y abetos competían en altura y los rastros de la humanidad que se asentaba en todas direcciones eran tan minúsculos que su existencia resultaba tan dudosa como pudiera serlo la de los elfos que las leyendas aseguraban tenían sus ciudades entre la espesura.
Baldekor no había visto nunca a uno de ellos y no era, precisamente, su deseo encontrarlo. Él era cazador, trampero, y como todos sabían las altas gentes resultaban más partidarias de la naturaleza que de los propios hombres. Eso era lo que le habían enseñado y así lo creía a pies juntillas.
Aunque llevaba un arco al hombro, la mayor parte de sus presas las obtenía mediante trampas. Desde las sencillas de lazo hasta las complicadas, los cepos y las jaulas, que bien podían atrapar zorros o incluso lobos no demasiado grandes. En ocasiones, cuando era la temporada de las migraciones, utilizaba también redes, para los pájaros que iban de uno a otro lado. De cualquier modo, sus presas nunca eran demasiado grandes. Las prefería pequeñas, más fáciles de transportar y de manejar. Capaces de alimentarle y, de cuando en cuando, de proveerle de alguna pieza de cobre en las aldeas. No se había hecho trampero para vivir como un ricacho. Con subsistir, con poder vivir una jornada más, le valía. Subsistir y mantenerse alejado de todos y de todo. La soledad, aunque no curaba las viejas heridas, al menos servía para no abrirlas más.
A lo largo de la extensa ruta que cubría —memorizada con el paso de los años—, recorría decenas de millas entre los bosques y no era rara la noche que tenía que pasar al raso, alejado de la destartalada cabaña en la que se guarnecía durante el invierno. Aquella iba a ser una de esas. Una de las más largas, que le llevaría en una amplia curva, primero hacia el norte y el amanecer y después en sentido contrario. Pero estaba acostumbrado a semejantes avatares y las noches todavía no eran frías.
Se detuvo cuando ya oscurecía, hizo una minúscula hoguera y, mientras las llamas vivas daban paso a las brasas, arrancó los pellejos a las dos liebres que había encontrado un rato antes, en una de las últimas trampas que había revisado, las vació y las troceó. Luego, las clavó en una rama, como los alcaudones tenían por costumbre, y las aproximó al calor. Con unas hierbas y un pellizco de sal gruesa, Baldekor conservaba una bolsita que para él era más preciada que el oro, le servirían para alimentarse durante unos cuantos días.
La carne se estaba dorando ya cuando el cazador creyó escuchar un sonido, procedente de la espesura. Sus agudos instintos le pusieron en pie antes de ser consciente de lo que hacía. Asiendo el arco con una mano y con la aljaba al hombro, se apartó de los rescoldos. Un animal grande, a juzgar por cómo se movían los helechos y el ruido que hacían sus patas sobre las agujas acumuladas en el blando suelo. Con un poco de fortuna, una hembra de corzo. Con mala, un jabalí o, incluso, un oso.
Lo que no esperaba Baldekor era que se tratara de un guerrero.
Barbudo, sucio y vestido con una armadura de pieles y cota de malla, pareció tan sorprendido como él durante un instante. Al siguiente, se lanzaba contra él, espada en mano.
Las ágiles manos del trampero cargaron y descargaron el arco en dos ocasiones antes de que su rival tuviera la oportunidad de acercarse a él. La primera flecha apenas si rozó el casco metálico del guerrero, mientras que la segunda se le clavó en el cuello, justo debajo del mentón, en una de las escasas regiones de su cuerpo que llevaba al aire.
Con un gorgoteo siniestro, cayó llevándose las manos a la garganta. Baldekor no esperó ni un instante. Sacando el destrero del que se valía para despellejar sus piezas, se acercó a él y, sin dudarlo, le cortó el cuello. El casco, un capacete sin adornos, se desprendió al hacerlo. Bajo él había una densa mata de pelo que, a pesar de la oscuridad y la porquería que lo cubría, el cazador pudo reconocer como rubio.
Antes de tener la oportunidad de recoger sus escasas pertenencias y salir por pies de allí, la maleza que hasta unos minutos antes había estado vacía pareció rebullir de vida. Agarrándose a su arma como si le fuera la vida en ello —cosa que en realidad sucedía—, comenzó a retroceder. Baldekor habría preferido no tener que hacer aquello, pero no había otro remedio. En los claros ojos del soldado al que acababa de asesinar veía los suyos propios. Los de su pasado.
Porque Baldekor antes de cazador, había sido soldado.
Dos guerreros más surgieron a su izquierda, vomitados por el enramado y la cuerda del arco vibró para recibirlos. Uno de ellos cayó antes de poder hacer nada, pero el otro reaccionó a tiempo. Empuñaba una ballesta.
La cuerda resonó con un tañido metálico al liberar las energías contenidas en su mecanismo. Una saeta, gruesa y de plumas desiguales, voló por el aire. A pesar de su mala factura, el proyectil no falló. Antes de que pudiera sentir dolor, ya se había clavado en el flanco del trampero.
Baldekor tomó una flecha más de su aljaba antes de que el dolor se hiciese patente y los ojos se le llenaran de lágrimas, con el gesto mecánico de quien ha hecho lo mismo cientos de veces antes. Supo que había acertado, pero no se entretuvo para comprobar los efectos. Con una mano sobre la herida de su costado y el arma en la otra, se alejó todo lo rápido que fue capaz.
Sus pies le llevaron lejos antes de que más demianos pudieran alcanzarle, pues conocía aquellos bosques mucho mejor de lo que otros hombres habrían llegado a conocer los corredores de sus casas. La saeta vibraba con cada paso que daba, buscando la seguridad de la espesura. El cazador, a pesar del dolor y del pánico, todavía podía pensar con claridad y una sola idea llenaba su cabeza: el enemigo había vuelto tras tantos años de ausencia.
Un sendero, trazado apenas por otros que, como él, vivían en la floresta, le condujo por una escarpada ladera. Una de las muchas colinas que, entre los árboles, permanecían medio ocultas a simple vista. Pero aquella era especial. En tiempos, los primeros dhaitas habían edificado en su cima un baluarte del que todavía quedaban resto, dientes cariados que surgían del fértil suelo. Aquel era un lugar lleno de recovecos, bueno para esconderse o, si era necesario, para vender cara su vida.
Baldekor no tardó en alcanzar la cima, sin que más bárbaros le salieran al paso y, tras buscar una buena posición, apoyó la espalda contra lo que había sido uno de los muros de la fortaleza que se había alzado en aquel lugar, poco más que una torre amurallada de los tiempos en los que aquellos pasajes eran la frontera de algo. Los sillares, grises y tallados con maestría, estaban manchados de sangre. La suya, que manaba de la herida de su flanco, y la de sus enemigos.
El cazador cerró los ojos durante un instante, tratando de convencerse a sí mismo de que su sufrimiento era mucho menor de lo que parecía. No lo consiguió. Necesitaría vendajes y que le cosieran y restañasen la herida. Mucho de su líquido vital se había ido por ella. Si nada cambiaba, y no tenía prueba alguna de que fuera a hacerlo, estaba muerto. ¿A cuántos demianos había abatido? No lo sabía, pero, a juzgar por lo que vio al abrir los ojos de nuevo, todavía quedaban muchos más.
En torno al calvero, donde antes sólo había habido oscuridad y vacío, las sombras se arracimaban. Pequeñas en la distancia, algunas eran en realidad enormes. Soldados y torres de asedio, de aquellas que no había visto jamás, pero de las que sí le habían hablado sus instructores cuando dejaban de darle órdenes y palos. Cuando el residuo de los viejos tiempos de guerra se adueñaba de sus almas y les hacía sentir algo parecido a la añoranza. La maquinaria de guerra de los demianos avanzaba hacia Dhao en el silencio de la noche. Los hombres con los que se había topado no eran una simple patrulla, sino la avanzadilla de todo un ejército.
Baldekor se incorporó a duras penas. Tenía que hacer algo para advertir a la ciudad que, a menos de una decena de millas, dormía plácidamente. Tenía que hacer una señal. Prevenirles del peligro.
El trampero buscó en la oscuridad. Recordaba… recordaba las leyendas que contaban de enormes pebeteros de bronce que se utilizaban para que las atalayas advirtieran de la presencia del enemigo. Ya no había bronce —saqueado hacía mucho—, pero los sillares permanecían, orgullosos en las alturas, y tenía toda la madera que quisiera. Un buen fuego delataría la presencia de los norteños.
Dispuesto a ello, comenzó a reunir leña. Tenía que hacerlo antes de que fuera demasiado tarde. Dar la señal. Advertir a los dhaitas de lo que sucedía antes de que les tomaran por sorpresa.
Eso fue lo que le sucedió a él.
Su hasta entonces infalible oído le falló una única vez. Un cuchillo aserrado le rozó las costillas. Con él murió la esperanza de una alarma.
La esperanza de que Dhao estuviera preparada para lo que iba a acontecer.

jueves, 13 de mayo de 2010

De (Per)versiones y otros asuntos

(Per)versiones camina a pasos agigantados desde hace unos días.

Después de la página de facebook, Iulius se ha encargado de montar un blog y Héctor Gómez se ha encargado de hacer la primera entrada, poniendo bien clarito en qué consiste el proyecto, quiénes somos y qué pretendemos con él. Cosas que no son moco de pavo y que incluyen votar continuamente (¿Usted es el rey? ¡Pues yo no le voté!). La maquetación está en marcha, sólo falta comenzar a tramitar el ISBN.

El otro asunto es que al fin he decidido qué voy a hacer con el texto sobre la Batalla de Dhao: voy a subirlo por capítulos. Uno o dos a la semana, no demasiado largos para no cansar la vista. Empezaré el lunes con el prólogo. No tengo mucho más, así que va a ser un folletín por entregas, a la vieja usanza, para acortar la espera hasta UdJ: Profecías.

Así que, el lunes, comienza: Fragmentos de una Batalla.

miércoles, 12 de mayo de 2010

(Per)versiones se acerca

Poco a poco, (Per)versiones: Cuentos Populares va acercándose.

Como muestra, un botón: Goldilocks y los Osos Montañeses y Zombies de Susana Eevee, a partir de esta misma mañana en la página de (Per)versiones en facebook gracias a la labor de Iulius.

Para quienes no tengáis jetalibro, próximamente también en Nanoediciones.

jueves, 6 de mayo de 2010

La Batalla de Dhao

Mientras las cosas se retrasan en mi nueva casa (todos son disculpas para no poner a tiempo ni agua ni luz), ayer encontré un texto que tenía a medio escribir y lo he retomado. Va a ser un relato corto sobre la Batalla de Dhao, un momento histórico de Drashur del que hablo en Urnas de Jade, pero que nunca se ha contado con claridad. No sé de cuántas palabras será o si lo destinaré a formar parte de alguna novela. Sólo puedo decir que empieza así:

El día había comenzado como cualquier otro en Irdiarinon-Log-Gulath, más allá de la Ruta Norte. Eran aquellas tierras salvajes, en las que los pinos y abetos competían en altura y los rastros de la humanidad que se asentaba en todas direcciones eran tan minúsculos que, durante la mayor parte de las horas del día su existencia resultaba tan dudosa como pudiera serlo la de los elfos que las leyendas aseguraban tenían sus ciudades entre la espesura.

De cómo terminará, no tengo ni idea. Con los buenos ganando, evidentemente, porque sobrevivieron para contarlo. De lo que estoy casi seguro es de que, a la espera de más UdJ: Profecías, acabaré por colgarlo aquí. De una sentada o en varias partes, depende de lo largo que salga.
Cuando lo acabe, me pondré también con otras historias que han quedado a medio contar: cómo Gülfstend controló a Qüestor en Ciudad de la Luna, las aventuras de Delinard entre el final de UdJ: Mentiras y el principio de UdJ: Profecías y otras cuestiones que, a pesar del número de páginas que tiene la trilogía (más de 1250) han quedado fuera porque, aunque importantes, poco tenían que ver con la trama central.
Como ya dije una vez, si queréis, vais a tener Urnas de Jade para rato.

P.D.: Lo del agua se acaba de solucionar mientras escribía... ¡qué cosas!
P.D. 2: Susana, no me he olvidado de las fotos de la feria del libro de Ponferrada. Espero subirlas no tardando mucho.