lunes, 15 de noviembre de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo XI

XI VENENOSA TRAICIÓN


Hay media docena escasa de puntos que resultan vitales en el cuerpo de un hombre. Conocerlos, es conocer la diferencia inmediata entre la vida y la muerte. Hoy aprenderán de la otra docena que conduce a los brazos de Zariez dejando un reguero de sangre y un sendero lleno de lento sufrimiento.

Palabras de un instructor demiano


La explosión rozó a Arros como una ola de calor, librándose por poco de que le alcanzara de lleno. El segundo de Adkrag Zelnistaff cayó al suelo, arreglándoselas para rodar sobre sí mismo y aminorar la mayor parte del impacto. Cuando se puso en pie, tambaleándose, el aire olía a carne y pelo quemado. El hombre que había prendido el aceite había desaparecido en mitad de la llamarada de aceite incandescente. De él sólo quedaban… el demiano se quitó media oreja de uno de sus hombros con el filo de su cuchillo. Cayó, chamuscada y crujiente.
Arros tosió. El humo llenaba lo poco que quedaba del almacén. Las llamas, atenuado su ímpetu inicial, ardían todavía furiosas, devorando los restos de las barricas y cántaros. En las vigas, renegridas por el estallido, había incrustados pedazos de cerámica. La metralla no sólo había hecho eso. En aquel momento el norteño se encontraba solo. Quienes le habían acompañado hasta aquel momento yacían en el suelo. La sangre, más densa que el agua y mucho más densa que el aceite, llenaba el suelo.
Embozándose con los restos de su carbonizada capa, buscó una salida. Además de la que se había abierto, arrasando de paso la vivienda del anciano, sólo quedaba aquella por la que habían entrado los soldados dhaitas. No había ni rastro de más de ellos entre las nubes de humo. Si los había habido, habrían sido barridos al igual que los norteños que le habían servido hasta entonces y yacerían desperdigados.
El rostro picado de viruelas del atípico demiano se contorsionó en un simulacro de sonrisa que hizo que las quemaduras que le habían marcado la faz escocieran y le hicieran recordar lo pésimo de su situación. Aquello… aquello había sucedido a destiempo, más aún por la presencia de los dhaitas, que parecían estarles buscando de antemano. Tragó saliva al evaluar aquello y lo que suponía. Los malditos conocían de antemano su presencia y habían intentado contenerles antes de que pudieran iniciar el incendio… espías, traición o la mitad de cada. Aunque no merecía la pena dar demasiadas vueltas a aquellos términos, cuando lo que tenía que hacer era salir de allí.
Arros retrocedió, con sus pies tropezando con los pedazos de madera astillada y los restos de las tinajas reventadas. Las llamas se extendían, rojas y vibrantes, devorando lo poco que quedaba del almacén y tiñéndose de azul y ámbar allí donde se alimentaban del aceite derramado. Los cuerpos destrozados yacían por todas partes. Los de sus soldados, los de los dhaitas a los que habían sorprendido y degollado…
No tardó más que unos instantes en tomar prestada la capa y la sobrevesta verdeazulada de uno de ellos y colocárselas por encima. El tiempo justo antes de que varias figuras se perfilaran entre el caos.
—¡Hay alguien ahí! —gritó una voz con acento del sur—. ¿Podéis oírme?
—¡Aquí! —respondió Arros, después de unos segundos de duda, entre toses que tenían tanto de fingidas como de reales—. ¡Hay heridos! ¡Cof! ¡Necesito ayuda!
—¡Ya voy!
El segundo de Adkrag Zelnistaff reconocía aquella voz con deje sodaita. No recordaba de cuándo ni de dónde, pero era la de un enemigo. De eso estaba seguro. Apretó su daga entre los dedos y esperó, acuclillado todavía y medio oculto por el humo y los colores de Dhao.
Un hombre, vestido con justillo de cuero y capa gris se acercaba a él. Sus rasgos, al igual que su voz, no le eran por completo desconocidos. Moreno y con los ojos verdes, era una copia casi idéntica del individuo que hasta pocos instantes antes había corrido por los tejados en persecución de Karadrag, el asesino. Pero eso Arros no podía saberlo.
Mirando todavía al suelo, el bárbaro apretó con más fuerza aún la empuñadura de su arma. Si él podía reconocerle, tal vez también sucediera al contrario. De poco iba a valerle su disfraz entonces. El rostro le escocía y el calor se hacía insoportable por momentos. Un par de pasos más y le hundiría la daga en el pecho, detendría sus andares pretenciosos y el bamboleo del estoque que colgaba de su cinturón. Luego huiría.
—Señor, los han matado a todos —dijo otra de las confusas sombras, aquella con el amanerado acento de los dhaitas—. Acuchillados a traición.
—Propio de ese animal de Arros —gruñó el sodaita, girándose a medias hacia el militar—. Aunque parece que ha dejado uno con vida. ¡Llevadlo fuera! No se preocupe, soldado, ahora esta en manos de Saeth de Jiriom —añadió, tendiéndole la mano—. Nada malo va a sucederle.
Aquel nombre destelló en la embotada mente del demiano como una estrella en explosión. Claro que reconocía a aquel tipo. Era uno de los que se habían dedicado a amargarles durante las semanas anteriores, preguntando por las aldeas y acercándose cada vez más a sus emplazamientos. Uno de los que les había acosado y cuya existencia había negado ante su general para que el plan de ataque contra Dhao no se detuviera.
Una especie de rugido surgió de su garganta cuando, al tiempo que agarraba el antebrazo estirado hacia él, la daga que empuñaba se precipitó contra el pecho del maldito Jiriom.

2 comentarios:

Igor dijo...

Muy buen fragmento...

dStrangis dijo...

Muchas gracias, Igor. Humildemente, creo que los dos siguientes son mejores.