jueves, 24 de junio de 2010

Concurso Adivina el Cuento

Como prometimos hace poco más de una semana, tras la publicación del último fragmento aquí os facilitamos las bases para participar en el sorteo de un ejemplar de (Per)Versiones: Cuentos Populares.
El sistema es muy fácil, sólo tenéis que enviar el título del cuento que creéis que versiona cada uno de los siete fragmentos que ya tenéis disponibles en este mismo blog (indicando de forma el número del fragmento seguido del cuento que creéis que adapta) a perversionesliterarias(arroba)gmail.com bajo el título: "(Per)Versiones: Adivina el Cuento", antes del de la medianoche del 27 de este mes.
Aquel que sea capaz de acertar más fragmentos de forma correcta ganará el ejemplar, en caso de empate se sorteará entre los que hayan acertado más fragmentos.
Las respuestas proporcionadas a través de los comentarios en este blog no se tomarán en cuenta para el sorteo.
Las soluciones de cada uno de los fragmentos y el nombre del ganador se darán a conocer antes de que finalice este mismo mes de junio.

¡Mucha suerte a todos!

miércoles, 23 de junio de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo VII

VII EL CHOQUE


Y de la mano de Kroefnir surgió la llama forjadora de las espadas de mil amaneceres.

Salmo de la Orden de Kroefnir


La espada surgió de su vaina. Palmo tras palmo de acero bruñido y pulido hasta casi ser un espejo. Los pardos ojos de su dueño —de su actual dueño, pues había tenido muchos— se reflejaron en ella durante un instante que, a pesar de durar un segundo escaso, pareció alargarse toda una vida. No era mucha la que le quedaba al enemigo al que se enfrentaba.
Si el movimiento para desenvainarla fue rápido, el de blandirla sólo habría podido calificarse como cegador. Su amo golpeó sin conmiseración, haciendo uso de todas sus fuerzas. Un quite arriesgado con cualquier otra arma, a pesar de que en su otro brazo portaba escudo. No con aquella. En un silencio sólo roto por los latidos de sus tímpanos, la espada atravesó la magra armadura de cuero de su rival para hendirse en su carne y huesos. Un brazo, todavía agarrando un garrote de madera, salió girando por el aire. Después, cayó por la pálida muralla, manchándola de sangre. Una patada de un pie cubierto de acero hizo que el resto del cuerpo del invasor demiano se despeñara detrás.
Con un alarido, los demás sonidos volvieron a hacerse reales. Tan fuertes que casi eran tangibles. Eran los sonidos de la batalla, de la guerra. Los sonidos del enfrentamiento que, durante generaciones, había sido la rutina de fondo de toda vida y muerte en aquellas latitudes. La de la desesperada lucha contra el Yermo y cuanto significaba. Aunque por entonces ya no era tan desesperada. La guerra, la verdadera guerra contra Demosian, había acabado casi treinta años antes.
Y habían vencido.
El propietario de la singular arma casi sonrió al pensar en aquello. Su rostro, visible bajo su yelmo abierto, estaba cubierto por una densa barba castaña, llena de pequeñas imperfecciones allí donde había recibido las heridas de sus enemigos. Era lo único que quedaba a la vista bajo su gruesa armadura, aunque esta, con sus escasos adornos y su sobrevesta roja, ya decía lo suficiente de quien la portaba. Era un caballero de la Orden de Kroefnir, el Señor de la Guerra. Un enemigo a tener en cuenta en cualquier campo de batalla, al que temer como rival y bendecir como aliado. Aquel se llamaba Falstaff Vladsörd y no habría deseado estar en ningún otro sitio.
Dos flechas, tan veloces que ningún arco habría sido capaz de dispararlas en sucesión, se clavaron en el pecho del siguiente norteño que asomó por la escala. Varios de los dhaitas que protegían aquella sección avanzaban ya para desprenderla, siguiendo las órdenes ladradas por un sargento con muy malas pulgas. Las largas pértigas se apoyaron en la madera, mientras sus portadores confiaban la vida a los compañeros que les protegían con sus altos escudos de torre. Las saetas volaron en torno a ellos, arrancando lascas de granito de las almenas entre ígneos chispazos. Las campanas sonaban, llamando a la lucha y previniendo de los incendios a la par. En el interior de la ciudadela, los tejados de varias casas ardían con furia desmedida, alimentada por la madera y la paja, pero también por el aceite y la brea derramados.
—De nada —dijo el arquero que había acabado con la vida del segundo guerrero demiano. Qüestor Elendhal era rubio, de rasgos finos y pelo bien cortado, vestía justillo de cuero y calzas verdes. Su aspecto era el de un hombre que habría estado más cómodo en una fiesta cortesana, entre divertimentos banales y música de arpas. Sonreía con una mueca traviesa que le había otorgado los favores de más de una dama y el enfado de un buen número de padres, hermanos y maridos.
Vladsörd no le respondió. Abajo, los tambores retumbaban con idéntico sonido que el corazón dentro de su pecho. No era momento para conversaciones y en esos días no sentía por aquel hombre demasiado aprecio. Es más, saber lo que le debía, hacía que cada uno de sus gestos le resultase repulsivo. No podía comprender que, con los años y a pesar de sus muchas diferencias, surgiría entre ellos una auténtica amistad. Pero antes de eso, tendrían que sobrevivir a aquella noche.
A su compañero eso no pareció importarle. Capaz de seguir conversando aunque no tuviera con quien, era una fuente interminable de canciones, historias, medias verdades y charlatanerías que no estaba dispuesto a escuchar.
—Podremos con ellos. Las murallas de Dhao son fuertes.
—Tanto como lo sean los hombres que las defienden —gruñó para sí Falstaff Vladsörd, sin alzar apenas la voz, mientras apretaba la empuñadura de la espada entre sus dedos y se preparaba para el siguiente envite—. No me gusta lo que estamos haciendo.
No trascurrió ni medio instante antes de que llegara. Otra escalera, aquella armada con garfios, golpeó la roca. Un guerrero, encaramado en su parte superior, saltó de ella de inmediato, envuelto en una raída cota de malla. Dos más le seguían de cerca. La espada trazó un arco para atajar su avance. Aquel, más hábil que el anterior, se zafó con cierta maña, desviando la ancha hoja con la ayuda de una espada corta adornada con una rotunda guarda de bronce. Hubo más flechas, pero aquellas fallaron sus objetivos para perderse en el vacío, tras zumbar en torno al capacete de acero del demiano como moscas enfurecidas.
—¡Cuidado!
Las advertencias del arquero vestido de verde quedaron diluidas en el estrépito del viento y el choque de armas. Las escalas, las ya cercanas máquinas de guerra y los arpones se sucedían sin que los dhaitas tuvieran tiempo para desalojarlos antes de que sus dueños tuvieran tiempo para tomar posiciones. Había miles de norteños que no se habían entretenido ni un instante para lanzar advertencias ni simular que estaban interesados en mantener un asedio que no les convenía en nada. Escupidos por los bosques del señorío, habían encendido sus antorchas cuando ya los primeros escalaban los muros y atacaban desde todas las direcciones, sin preocuparse por su retaguardia. ¿Por qué iban a hacerlo? Sus sigilosos movimientos les habían conducido hasta allí a través de la espesura durante los largos meses que habían tardado en reunir sus tropas y alzar las máquinas en un territorio que era poco propicio para ellas. Nadie había sabido que estaban a un tiro de piedra de Dhao hasta que fue demasiado tarde. Ni en la lejana Puerto Agreste, ni en la mucho más cercana fortaleza de Horst. Para los bárbaros no había retaguardia ni más enemigos que los que se refugiaban tras las murallas, en una suerte de ratonera.
O así debería haber sido.
La espada corta del soldado demiano rozó la rodela, dejando una profunda marca en ella. Su dueño —el mismo que el de la rutilante espada— utilizó el escudo para apartarla, con un súbito barrido, casi como si fuera una maza. El norteño, lejos de dejarse sorprender por aquel ardid, se mantuvo firme en su puesto, mientras sus compañeros formaban en torno a la escala, protegiéndola con sus cuerpos. Más demianos subían por ella. Portaban espadas, mazas y, también, ballestas. Instrumentos útiles, aunque despreciables. Uno de ellos cayó cuando ponía sus botas sobre la roca, atravesado por otro proyectil.
—Esa era la última —escuchó el guerrero, en un murmullo de Elendhal que no creía destinado a él—. Se acabaron.
—¡Pfff! —gruñó Vladsörd, reteniendo la espada de nuevo con el escudo. A su espalda los pasos de los dhaitas se multiplicaban, mientras varios de los soldados acudían en su ayuda. Lanzó un nuevo tajo, que hizo recular a su enemigo para no ser cortado a la mitad, antes de responde con algo más que una blasfemia—. Entonces, ve con los otros, Elendhal, aquí no hay espacio para ti.
Un par de picas y el filo de un hacha surgieron a su lado y el norteño que tan bien le había plantado cara retrocedió todavía más, buscando el apoyo de los suyos. No le permitió hacerlo. La brillante espada, teñida ya de escarlata, se encontró con su cuerpo, desprotegido en el instante que daba un paso atrás. En aquella ocasión la corta arma del demiano no pudo hacer demasiado por aminorar el impacto. Con un crujido de huesos y un chorro de sangre, buena parte del filo quedó en el interior de su carne. El caballero lo extrajo sin dilación, evitando que quedara trabado.
El hacha del soldado que se encontraba a su derecha, hizo el resto, apartando al agonizante demiano con un empellón y arrojándolo contra los que guardaban la escala. La piedra se manchó aún más de sangre. Era una buena noche para morir. En la batalla, donde debía estar. Entonces hubo un gran estallido que interrumpió sus pensamientos.
—Vladsörd, ven conmigo —decía la voz del arquero.
—No, Elendhal, este es mi sitio —gruñó, avanzando hacia sus enemigos, listo para golpear con su espada o su escudo en cuanto fuera necesario.
—Tienes que venir —volvió a pedirle el arquero, al mismo tiempo grave y melodioso—. Nos necesitan ahí abajo. Esa explosión ha sido cerca de la base de la muralla. Nos vamos de aquí… Salier, tú también —añadió, haciendo un gesto al soldado del hacha—. Están en problemas. Si entran…
—¡Ya sé qué pasará si entran!

miércoles, 16 de junio de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo VI

VI EMBOSCADOS

Un error frecuente es creer que se controla hasta el último detalle de la contienda. Eso es imposible. Nadie es capaz de guardarse las espaldas contra todos sus rivales. Siempre hay alguien más inteligente que uno mismo.

Dicho por Sathlegaard de Jiriom


Arros no sabía de dónde habían salido y eso le aturdía y ponía de los nervios al tiempo, convirtiendo su ya de por sí desagradable faz en una máscara horrenda de marcas de viruela y manchas de sangre. Los claros ojos norteños del segundo al mando de Zelnistaff prácticamente giraban en sus órbitas mientras buscaba una salida del almacén sin encontrarla. Dos de sus hombres de aquellos cuatro hombres que le habían acompañado hasta aquel lugar, yacían en el suelo, muertos. Otro se encontraba tras él, sujetándose un brazo, mientras la sangre manaba a borbotones entre sus dedos. El último caminaba unos pasos por delante de él, con la espada que había arrebatado a uno de los dhaitas en una mano y un hachón apagado en la otra. Tan dispuesto a vender cara su vida como a completar la misión que les había llevado hasta allí.
Aunque, en las circunstancias en las que se encontraban, eso supusiera no contarlo.
El oficial se movía con pasos cortos, medidos. Sus pies apenas hacían ruido sobre el suelo cubierto de serrín y paja enmohecida. El herido apenas dejaba escapar algunos gemidos de dolor, que poca relación tenían con lo grave de su herida. El cuchillo de Arros estaba cubierto con la sangre del soldado que le había herido, uno de aquellos afeminados vestidos de azul y verde. Si lo hubiera visto antes, entonces serían tres hombres, en lugar de dos y medio.
Cambió de posición el cuchillo, poniéndolo paralelo a su antebrazo, cuando escuchó pasos algo más adelante. Varias sombras se movían tras los inmensos toneles. Los tres demianos se detuvieron al verlas y trataron de protegerse todavía más contra las grasientas maderas. El hedor, que había sido insoportable durante los primeros instantes, se había convertido entonces en poco más que un olorcillo en el fondo de sus saturadas fosas nasales.
El hombre de confianza del general se volvió hacia el herido y apoyó la mano que tenía libre en su hombro sano, antes de indicarle mediante gestos que avanzara en cabeza, alejándose de quienes les buscaban para encontrar una salida. El demiano —no tendría más de veinticinco años— afirmó con una mueca y, sin dudar de su superior, se puso en marcha hacia la oscuridad. A través de las paredes de madera se colaban en ocasiones ráfagas de luz. Fuera, había carreras y gritos, aunque eso no impedía que se sintieran como si estuviesen en mitad de la nada. Los cuernos cantaban, lejanos y las campanas repicaban, llenas de angustia.
Todo había comenzado sin ellos.
El joven oficial no había dado ni tres pasos, cuando dos de los dhaitas se abalanzaron sobre él, armados con espadas cortas y escudos oblongos. El acero de uno de ellos rozó el muslo del herido, que apenas tuvo tiempo de echarse a un lado. El filo del segundo se quedó a la espera de otro rival. No tardé en hallarlo. El norteño entero se arrojó sobre él, golpeando con su propia espada y con el hachón a un tiempo. El soldado pudo atajar el impacto de la primera, pero la madera y la tela empapadas en brea le alcanzaron en un lado de la cabeza. No lo suficientemente fuerte para herirle de gravedad, pero sí para desorientarle. La hoja del oficial se clavó en su pecho casi al mismo tiempo que el cuchillo de Arros se hundía en las tripas el que acorralaba al herido. Dos tajos después, todo acabó. Se habían librado de sus perseguidores.
El segundo de Adkrag Zelnistaff se acercó a sus dos hombres. Ya no había más movimientos, no en el interior del almacén. Fuera reinaba el caos. Se agachó junto al que conservaba su arma entre sus entrañas y la sacó, tras retorcerla con saña y abrirle de parte a parte, como si estuviera destripando un pez. Nada más hacerlo, el oficial herido se atrevió a hablar por primera vez desde que se reunieran en la oscura noche de Dhao.
—¿Esos eran todos? —boqueó el joven demiano, sin apenas aliento. La herida le sangraba y estaba muy débil. Casi muerto.
—Sí.
—¿De dónde salieran? Era como si…
—Como si nos estuvieran esperando, desde luego —gruñó Arros, interrumpiéndole.
No había otra forma de expresarlo. El bárbaro se pasó la mano por la cara, notando los desiguales pelos de su barba. Aquellos hombres habían surgido de las sombras, del mismo modo que podrían haberlo hecho ellos en una situación diferente. Una patrulla completa. Seis hombres que habían corrido a su encuentro unos instantes después de que atravesaran la pared de la casa del anciano. Sin advertencias, a degüello. También sin medir las habilidades de sus contrincantes, confiados. Habían despachado a la mitad en el primer choque. Después se habían ocultado. Entonces, los de Dhao estaban muertos.
Aún estaba arrodillado junto al dhaita, con su cuchillo chorreando. Arrancó la espada de los rígidos dedos de su enemigo, mientras meditaba. También estaba manchada. Aquel había sido el que más bajas le había costado a los norteños. Poco tenía que ver su aspecto con el afeminado que habían hecho creer a sus tropas que tenían los de Dhao. Aparte de por el uniforme, azul y verde, aquel era un guerrero de verdad, curtido en la frontera y en los bosques.
Arros murmuró algo para sí. Aquellos bastardos estaban allí. Antes de las campanas, los tambores o los cuernos.
—No debería haber nadie —susurró entre dientes.
—Tal vez… —le interrumpió el herido
—Tal vez nada. Nadie lo sabía. El destino de cada grupo se fijó en el campamento. Sólo el general y yo…
—Si sabían que veníamos, ¿no podrían habernos retenido en el portón?
—Lo que importa es que no lo hicieron. Tú —señaló al herido con su arma— cumplirás con lo que resta. Había fuego en la casa del viejo. Úsalo aunque sea a costa de tu vida. Encárgate de que haga lo que debe —dijo al otro—. Yo iré a reunir a los demás. Mucho me temo que no seamos los únicos que hayan caído en una emboscada.
—Pero, moriré…
Arros apenas se movió. Un segundo después su ensangrentado cuchillo cortaba el cuello del joven oficial, convertido en un borrón.
—Hazlo todo tú —rugió, señalando a las cubas—. Quiero que todo este sitio arda. Frente todo este aceite ardiendo tendrás más oportunidades que frente a mí.

miércoles, 9 de junio de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo V

V SILENCIO LETAL


Estaba en todas partes y era letal como el frío viento del Yermo y su simple mención aterraba el corazón de los más osados. A pesar de su ridículo apodo, en Puerto Agreste a nadie se le escapaba que si Sabian aceptaba la bolsa negra, el propietario del nombre inscrito en ella pronto sería protagonista de un responso.

Fragmento de una novela inacabada de Talbor Ficks


Si Arros y los suyos caminaban en silencio por las calles de Dhao, bien podría haberse considerado que Karadrag lo hacía como una auténtica sombra. Embozado en su capa oscura, el asesino del general se desplazaba tanto sobre los adoquines como sobre las tejas, sin que las segundas parecieran para él una dificultad adicional. Lo hacía solo, del modo en el que solían trabajar los que pertenecían a su profesión, ya fuera en los Reinos Libres o en el Yermo. En aquello, en la vileza del asesinato, ambas facciones en contienda no se distinguían tanto.
La labor de Karadrag era aquella noche muy distinta a la del segundo de Zelnistaff. Amparado por la oscuridad, su deber era el de vigilar a sus enemigos para impedirles realizar cualquier movimiento. Mantenerlos ciegos y sordos, acuchillando a tantos mensajeros como fueran necesarios. Por el momento, no había hecho demasiado. Los portones estaban expeditos y ningún hombre a caballo había tratado de atravesarlos durante las anteriores horas. Los dhaitas dormían plácidamente, sin saber que en cualquier instante serían degollados en sus camas. Y el momento estaba cercano. Las campanas de uno de los pequeños templos locales hacía poco que habían señalado que quedaba menos de una hora para que la sangre comenzara a correr.
Entonces, estaba apostado en un tejadillo que separaba el patio interior de una posada del edificio colindante. A un tiro de piedra —o de cuchillo, dado el caso— dos soldados hacían la ronda, medio dormidos y sin saber lo que les aguardaba. Unos minutos antes incluso habían conversado sobre el tiempo, aburridos y ateridos por el frescor de la noche. Ahora guardaban silencio, mientras paseaban con sus alabardas en mano, pisando en los mismos lugares donde habían pisado decenas de generaciones de guardias antes que ellos. No sabían lo cerca que se encontraban de estar muertos. Lo estarían antes de poder dar la voz de alarma.
Karadrag rió para sí, mostrando su rostro menos amable, el que sólo veían aquellos que estaban a un paso de caer bajo su afilada daga. ¿Cómo era posible que, después de tantos años de luchas y disputas la gente de Dhao continuara siendo tan confiada? Porque lo era y mucho. Sólo faltaba que abrieran los portones y les invitaran a pasar. Eso era lo que debía de haber pensado la Jerarquía y, por eso, le habían hecho ir hasta allí dos meses antes, para medir a su rival.
Nada sabían y nada sospechaban en lo alto del puntiagudo castillo, donde en aquellos instantes se tocaba música de arpas y se bailaba. Ni siquiera lo próximo que había estado de los cuellos de la Dama Dariahn y el senescal Winthrop, los inmerecidos gobernantes del señorío. Si hubiese querido —y si aquella hubiese sido su labor—, podría haber acabado sus vidas con sendos golpes. Pero eso no era lo que deseaba el Sumo Jerarca Wost. No se podía alertar de ningún modo a los dhaitas antes del ataque. No sólo tenían que caer los cabecillas, sino también las murallas. En un ataque letal que no permitiera la reacción de Horst. Al menos hasta el instante en el que Dhao entera fuese cenizas y escombros humeantes.
El asesino creyó oír cascos de caballos y, de repente, todo su cuerpo se puso en tensión. Pero el sonido no venía del portazgo, sino del patio que había bajo él. Un viajero, por lo que parecía, acababa de llegar y entregaba las riendas de su pesado percherón. Un hombre de campo, a juzgar por sus movimientos y andares, cubierto con una capa de lana y ataviado con un sombrero de ala ancha que le protegía del cada vez más notable frío.
Karadrag se desentendió de él mientras volvía a concentrar su atención en el cielo nocturno y en los soldados que patrullaban llenos de desgana. Todo en calma. Se protegió con su propia capa y apoyó la espalda en la cálida chimenea que tenía tras de sí, convirtiéndose en una parte más del tejado que les sostenía. Si todo sucedía tal y cómo debía —y él mismo se había ocupado de que no hubiera razones para que fuera de otra manera— la victoria sería brutal. Con Arros y los suyos cumpliendo con su parte, poco era lo que podrían hacer los dhaitas contra el ejército del general Zelnistaff.
Los ojos de Karadrag se estrecharon y brillaron llenos de malicia cuando lo vio. Dos parpadeos en la distancia, muy cerca de donde se encontraba el puente que cruzaba el Jiraimot, junto a los carromatos que aguardaban para entrar de amanecida. No quiso creer a sus propios ojos hasta que se repitieron. Dos, unos instantes de oscuridad y otro destello. Las tropas llegaban y el ataque era inminente.
Sacó su propia lámpara ciega y la giró hacia las calles de Dhao, hacia el segundo del general y los soldados que se encontraban a su cargo. A partir de aquel instante, cada segundo contaba. Un solo golpe, letal. Si fallaban y sólo aturdían a su enemigo, la batalla sería mucho más cruenta y salvaje, más del gusto de Adkrag Zelnistaff, pero mucho menos del de la Jerarquía.
Y más les valía no incomodar a los Jerarcas…
El filo de un sable refulgió en la noche, a unos cuantos pasos de donde él se encontraba. Era el viajero recién llegado. Caminaba hacia él por el tejado, sin la intención de ocultarse o pretender ser silencioso. Karadrag se quedó mirándole durante un instante, sin comprender del todo lo que estaba pasando.
Justo entonces hubo un estallido y música de timbales y de cuernos. El ataque había comenzado.
—Demasiado pronto —murmuró Karadrag—. Es demasiado pronto.
—No, es la hora justa —rió el hombre del sable, mientras corría hacia él sobre las tejas—. La hora en que nos midamos de igual a igual.

miércoles, 2 de junio de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo IV

IV EL VIAJERO


Sigue la ruta trazada por otros y lo hace gustoso. Tiempo hay para que siga la suya propia y esta no será un simple sendero, sino una auténtica calzada que atravesará las vidas de cuantos le rodean.

Palabras de Taith el Anciano


La Ruta Norte cortaba aquellos territorios como una brecha de piedra gris en mitad del verdor de los bosques, siguiendo un trayecto que, en buena medida, era paralelo a la línea de plata que era el río Jiraimot. Recorría colinas musgosas y valles que, a medida que se hacían más orientales, se volvían también más profundos y escabrosos hasta que, en la distancia, podían verse las imponentes estructuras de Horst y la Casa Madre de la Orden de Kroefnir. Dos fortalezas impenetrables que, a los pies de los Pilares, parecían ser nada.
A pesar de que los túmulos que rodeaban la calzada demostraban a ciencia cierta que la guerra había sido brutal en aquellos contornos, pocas eran las losas que habían sido arrancadas de ella por uno u otro bando. Ya antigua antes de que el Tocado de Zariez iniciara la confrontación, todos, incluso él, la habían utilizado en su provecho, pero ninguno se había atrevido a destruirlas. Pasaría mucho antes de que eso sucediera y antes de que la Ruta Norte se esfumara, tragada por la tierra sobre la que se había asentado durante siglos, desaparecería reinos enteros. Aquello no era una profecía. Al menos no una pronunciada por los hombres.
La Ruta Norte había sido desde siempre una de las vías de comercio más importantes entre el norte de Drashur y el otro lado de las montañas. Entonces volvía a serlo, aunque la costumbre de que las caravanas tuvieran el tamaño y armamento de auténticos ejércitos no había cambiado un ápice. Pocos eran los incautos que se exponían a los bandidos o a las recuas de desertores demianos que vagabundeaban por sus alrededores a la caza de presas fáciles.
Un jinete solitario como el que la recorría entonces era una visión que habría hecho que los aldeanos de los alrededores se frotasen los ojos y cruzasen apuestas.