miércoles, 16 de junio de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo VI

VI EMBOSCADOS

Un error frecuente es creer que se controla hasta el último detalle de la contienda. Eso es imposible. Nadie es capaz de guardarse las espaldas contra todos sus rivales. Siempre hay alguien más inteligente que uno mismo.

Dicho por Sathlegaard de Jiriom


Arros no sabía de dónde habían salido y eso le aturdía y ponía de los nervios al tiempo, convirtiendo su ya de por sí desagradable faz en una máscara horrenda de marcas de viruela y manchas de sangre. Los claros ojos norteños del segundo al mando de Zelnistaff prácticamente giraban en sus órbitas mientras buscaba una salida del almacén sin encontrarla. Dos de sus hombres de aquellos cuatro hombres que le habían acompañado hasta aquel lugar, yacían en el suelo, muertos. Otro se encontraba tras él, sujetándose un brazo, mientras la sangre manaba a borbotones entre sus dedos. El último caminaba unos pasos por delante de él, con la espada que había arrebatado a uno de los dhaitas en una mano y un hachón apagado en la otra. Tan dispuesto a vender cara su vida como a completar la misión que les había llevado hasta allí.
Aunque, en las circunstancias en las que se encontraban, eso supusiera no contarlo.
El oficial se movía con pasos cortos, medidos. Sus pies apenas hacían ruido sobre el suelo cubierto de serrín y paja enmohecida. El herido apenas dejaba escapar algunos gemidos de dolor, que poca relación tenían con lo grave de su herida. El cuchillo de Arros estaba cubierto con la sangre del soldado que le había herido, uno de aquellos afeminados vestidos de azul y verde. Si lo hubiera visto antes, entonces serían tres hombres, en lugar de dos y medio.
Cambió de posición el cuchillo, poniéndolo paralelo a su antebrazo, cuando escuchó pasos algo más adelante. Varias sombras se movían tras los inmensos toneles. Los tres demianos se detuvieron al verlas y trataron de protegerse todavía más contra las grasientas maderas. El hedor, que había sido insoportable durante los primeros instantes, se había convertido entonces en poco más que un olorcillo en el fondo de sus saturadas fosas nasales.
El hombre de confianza del general se volvió hacia el herido y apoyó la mano que tenía libre en su hombro sano, antes de indicarle mediante gestos que avanzara en cabeza, alejándose de quienes les buscaban para encontrar una salida. El demiano —no tendría más de veinticinco años— afirmó con una mueca y, sin dudar de su superior, se puso en marcha hacia la oscuridad. A través de las paredes de madera se colaban en ocasiones ráfagas de luz. Fuera, había carreras y gritos, aunque eso no impedía que se sintieran como si estuviesen en mitad de la nada. Los cuernos cantaban, lejanos y las campanas repicaban, llenas de angustia.
Todo había comenzado sin ellos.
El joven oficial no había dado ni tres pasos, cuando dos de los dhaitas se abalanzaron sobre él, armados con espadas cortas y escudos oblongos. El acero de uno de ellos rozó el muslo del herido, que apenas tuvo tiempo de echarse a un lado. El filo del segundo se quedó a la espera de otro rival. No tardé en hallarlo. El norteño entero se arrojó sobre él, golpeando con su propia espada y con el hachón a un tiempo. El soldado pudo atajar el impacto de la primera, pero la madera y la tela empapadas en brea le alcanzaron en un lado de la cabeza. No lo suficientemente fuerte para herirle de gravedad, pero sí para desorientarle. La hoja del oficial se clavó en su pecho casi al mismo tiempo que el cuchillo de Arros se hundía en las tripas el que acorralaba al herido. Dos tajos después, todo acabó. Se habían librado de sus perseguidores.
El segundo de Adkrag Zelnistaff se acercó a sus dos hombres. Ya no había más movimientos, no en el interior del almacén. Fuera reinaba el caos. Se agachó junto al que conservaba su arma entre sus entrañas y la sacó, tras retorcerla con saña y abrirle de parte a parte, como si estuviera destripando un pez. Nada más hacerlo, el oficial herido se atrevió a hablar por primera vez desde que se reunieran en la oscura noche de Dhao.
—¿Esos eran todos? —boqueó el joven demiano, sin apenas aliento. La herida le sangraba y estaba muy débil. Casi muerto.
—Sí.
—¿De dónde salieran? Era como si…
—Como si nos estuvieran esperando, desde luego —gruñó Arros, interrumpiéndole.
No había otra forma de expresarlo. El bárbaro se pasó la mano por la cara, notando los desiguales pelos de su barba. Aquellos hombres habían surgido de las sombras, del mismo modo que podrían haberlo hecho ellos en una situación diferente. Una patrulla completa. Seis hombres que habían corrido a su encuentro unos instantes después de que atravesaran la pared de la casa del anciano. Sin advertencias, a degüello. También sin medir las habilidades de sus contrincantes, confiados. Habían despachado a la mitad en el primer choque. Después se habían ocultado. Entonces, los de Dhao estaban muertos.
Aún estaba arrodillado junto al dhaita, con su cuchillo chorreando. Arrancó la espada de los rígidos dedos de su enemigo, mientras meditaba. También estaba manchada. Aquel había sido el que más bajas le había costado a los norteños. Poco tenía que ver su aspecto con el afeminado que habían hecho creer a sus tropas que tenían los de Dhao. Aparte de por el uniforme, azul y verde, aquel era un guerrero de verdad, curtido en la frontera y en los bosques.
Arros murmuró algo para sí. Aquellos bastardos estaban allí. Antes de las campanas, los tambores o los cuernos.
—No debería haber nadie —susurró entre dientes.
—Tal vez… —le interrumpió el herido
—Tal vez nada. Nadie lo sabía. El destino de cada grupo se fijó en el campamento. Sólo el general y yo…
—Si sabían que veníamos, ¿no podrían habernos retenido en el portón?
—Lo que importa es que no lo hicieron. Tú —señaló al herido con su arma— cumplirás con lo que resta. Había fuego en la casa del viejo. Úsalo aunque sea a costa de tu vida. Encárgate de que haga lo que debe —dijo al otro—. Yo iré a reunir a los demás. Mucho me temo que no seamos los únicos que hayan caído en una emboscada.
—Pero, moriré…
Arros apenas se movió. Un segundo después su ensangrentado cuchillo cortaba el cuello del joven oficial, convertido en un borrón.
—Hazlo todo tú —rugió, señalando a las cubas—. Quiero que todo este sitio arda. Frente todo este aceite ardiendo tendrás más oportunidades que frente a mí.

2 comentarios:

José Luis dijo...

Uff, genial David. Me muero por seguir leyendo lo que viene a continuación.

Juan D. Ganaza dijo...

Parece que en esta parte del texto (—¿De dónde salieran? Era como si…) te ha vuelto a jugar una pasada el procesador word, ya que creo que más bien querías decir : —¿De dónde salieron? Era como si…

En esta otra parte del texto (Dos de sus hombres de aquellos cuatro hombres que le habían acompañado hasta aquel lugar,) algo no me suena demasiado bien. Creo que es la repetición de la palabra "hombres". Pero, de todos modos, creo que has de ser tu quien decida si le gusta asó o no.