jueves, 30 de agosto de 2007

Deidades: Eroth

Eroth, el Sanador, es el Dios de médicos y curanderos. Muy venerado en todo el continente. Existen pequeñas capillas a lo largo de todos los caminos y calzadas donde puede ser venerado. Suele representársele como un anciano vestido con una larga túnica blanca.

ORGANIZACION: Cada Sanador de Eroth es una persona en sí mismo y debe ser considerado como representante legítimo de Eroth. Los rangos dentro de los Sanadores no valen nada, sólo la pericia para salvar vidas cuenta. Si hubiera que mencionar un centro para esta religión, éste sería indiscutiblemente el valle de Eddonair, al norte de Mairaith, en plena Hoz de Zariez.

TEMPLOS: No hay templos como tales, cada uno debe honrar a Eroth allí donde se encuentre con sus actos y no con palabras vanas. La capilla situada en el Eddonair es poco más que una sala vacía con algunos bancos que invita a la reflexión.

RITUALES:
Comunes: Durante la hora anterior a la caída de la noche, los Sanadores de Eroth dedican algunos minutos a considerar si sus acciones han sido las correctas y a averiguar qué deberían haber hecho y de qué modo de no ser así.
Extraordinarios: Los Sanadores de Eroth están presentes en un buen número de ceremonias del nombre y suelen ser bienvenidos en cualquier lugar. También ofician bodas y funerales, pero esto es mucho más raro.

OTROS SERVICIOS: Conocidos como los mejores curanderos que existen, los sanadores cobran en forma de donativos y limosnas por sus servicios. El dinero varía según las personas y sus posibilidades económicas y es reinvertido casi integramente en el mantenimiento de las Casas de Curación de Eddonair y en productos para su arte.

domingo, 26 de agosto de 2007

Otros Relatos: La Dama del Bosque

Los relámpagos hienden la faz de ébano del cielo con sus senderos tortuosos y eléctricos. La oscuridad se adueña de la aldea. Es la hora de las historias y muchos ojos brillantes observan las tinieblas, mientras los oídos se llenan de verbos gastados de tanto repetirlos. Todos han escuchado ésta antes, aunque ninguno le hace ascos ahora. Es la historia de una muchacha de cabellos de oro, tez pálida y labios de carmín que esperaba encerrada en una torre en el centro de un bosque olvidado. Una princesa que, maldita por los actos de los suyos, aguardaba a que un caballero osado y galante acudiera a rescatarla de su prisión. Pero, aunque el bosque era un enemigo digno, no era el único con el que tendría que enfrentarse un valiente doncel. Como en todo buen cuento, tres pruebas le aguardaban una vez superada la floresta. Y no eran pruebas sencillas, pues se decía que habían sido letales para todos aquellos que acudieron antes que él, cuyos cuerpos mutilados reposaban bajo los enramados alimentando con su carne a los antiguos robles.
Entre susurros, un anciano habla del caballero Giles de Renoir. Joven, apuesto, ducho en las artes de la espada, paladín de la fe y de una cuna tan alta que no tenía igual. De cómo, viajando por aquella región, había oído de la abominable situación de la Dama del Bosque y de cómo, para probar su heroísmo, se había lanzado en pos de ella, a pesar de las advertencias de los lugareños y las muchas señales que desaconsejaban adentrarse en el robledal maldito.
Transcurrieron dos largas jornadas a lomos de su poderoso semental antes de que nada sucediese y, ni tan siquiera, la torre se mostrara en lontananza. Cuando por fin lo hizo, al amanecer del tercer día de viaje, fue tan sólo un anciano el que se interpuso en su camino, saliéndole al paso y estando a un tris de ser aplastado por su brioso corcel.
—Deteneos, caballero, pues estos terrenos le están vedados a aquellos que no se muestren dignos en las tres pruebas de valor, justicia y humildad que mi amo exige.
—Soy valeroso, justo, humilde y aún más. Apartaos para que pueda continuar.
—Como queráis, pero las pruebas os aguardarán de idéntico modo y, sin mi guía, mucho me temo que ni aún vos os veáis capaz de superarlas.
—Siendo así, os aceptaré a mi lado.
Cuentan que el anciano guió a Giles de Renoir por los senderos más apartados del robledal, hasta conducirle a un apartado calvero. Allí le aguardaba un pozo, de piedra y argamasa, antiguo y lleno de podredumbre. Se oían gritos en su interior y el hombre le indicó que fuese hasta él. Apenas se veía nada en la oscuridad de tan profundo como era. Algo se movía en el fondo.
—Ésta es la prueba de vuestro valor. Debéis descender por él y enfrentaros a la noche y al frío, que son dos enemigos poderosos.
—Pamplinas.
El caballero no tardó en tener lista una cuerda. Descendió por ella con esfuerzo, sintiendo el peso de la armadura contra el pecho, pues no se le había pasado por la mente lo apropiado de quitársela. No había llegado ni a la mitad, cuando éste se hizo insoportable y los brazos le empezaron a doler como si fueran a quebrársele en cualquier instante. Paso a paso por la resbaladiza piedra, fue deshaciéndose de las brillantes piezas de metal, dejándolas caer al agua. Sin ella todo fue más fácil y al poco estaba de regreso, empapado y medio desnudo, pero con un niño en brazos, sano y salvo.
—Creí que sería más difícil.
—Lo habría sido para un hombre común, pero vos no lo sois.
Siguieron su camino por el bosque, cada vez más tétrico y lleno de sombras, pero eso no achantó al joven Señor de Renoir, cuyos ojos se alzaban de cuando en cuando hacia la torre, con la esperanza de ver los cabellos dorados de la Dama. No los vio. Cuando ya estaban cerca del mediodía, llegaron a un nuevo claro, aquel mucho más amplio que el del pozo. Dos aldeanos discutían por el precio de unas verduras. Sobre ellos, las nubes se apelotonaban, amenazando con descargar en tormenta.
—¿Qué es lo que acontece aquí?
—Es vuestra prueba de justicia, señor. Debéis dirimir su disputa de la forma más equitativa.
De Renoir tampoco tardó demasiado tiempo en solucionar aquella prueba, aunque le costó sacrificar su espada. Así, desarmado y vestido tan sólo con las protecciones de su armadura, siguió tras los pasos del anciano. Para lo que había oído decir, todo había resultado muy sencillo. Una sola prueba más y la mano de la Dama estaría a su alcance.
Estaba anocheciendo y llovía cuando llegaron a los pies de la torre y su guía hizo el tercer alto. El viento aullaba entre los árboles, agitando las ramas y ululando maldiciones. Junto a la puerta de la pared de piedra, se alzaba un trono, ocupado por un hombre rollizo, desdentado y con una corona de latón sobre su calva cabeza. Junto al trono había un montón de huesos, algunos de ellos todavía recubiertos con carne, que habían pertenecido a los hombres que le antecedieron. El hedor era tal que Giles apartó el rostro, asqueado y con nauseas.
—Postraros ante el señor de estas tierras, como gesto de humildad.
—¿Señor?
—El amo del robledal. Arrodillaos ante él, ésa será la tercera prueba que os conducirá al interior de la torre y a la Dama que en ella habita.
Tras haber llegado tan lejos, el caballero no pudo rechazar aquel reto. Descendió de su caballo y, con paso firme, se situó frente al trono para clavar la rodilla en tierra. No había terminado de hacerlo, cuando la puerta que había junto a él se abrió. El anciano y el hombrecillo de aspecto grotesco sonrieron, llenos de alivio.
Giles se incorporó y, caminando, entró por ella. Después, la puerta se cerró a sus espaldas. Olía aún peor que fuera y el aire era rancio, como si no se hubiera movido en mucho tiempo. Miró hacia arriba. El torreón estaba hueco, como un pozo, aunque construido en altura en lugar de en profundidad. La lluvia caía desde el cielo encapotado.
—¡He cumplido con los requisitos, he superado las viejas pruebas! ¿En qué he fallado?
—No habéis fallado. ¡Habéis acudido hasta mí!
—¿Sois la Dama? Nadie me dijo que os encontrabais en una situación semejante. De haberlo sabido, habría acudido raudo a vuestro rescate.
—No, no más raudo. Era necesario que cumplierais con los retos. Así será más fácil.
Una masa grotesca se alzó a su lado, muchas veces más grande que él. Tenía los cabellos del color de la paja sucia, la piel pálida por no haber recibido nunca la luz del sol y gruesos labios, cubiertos por la sangre de sus víctimas. Aquella a la que llamaban la Dama del Bosque se arrojó sobre él. Giles de Renoir, desprovisto de arma, armadura y caballo, poco pudo hacer. Sus restos se unieron a los que yacían a los pies del torreón, devorado como tantos otros por su propio orgullo.
Y así es como se cuenta esta historia entre el pueblo llano, donde los cuentos amables no existen. Poco tiene que ver con los de damas que descuelgan sus rizos por las ventanas, a la espera de un caballero que las libere. Eso se deja para los nobles que no temen a la tormenta ni a la oscuridad.

miércoles, 22 de agosto de 2007

978-84-96013-37-7

El título de este post es el número del ISBN de Urnas de Jade: Leyendas. Una de las dos cosas buenas que me han pasado esta mañana con respecto a la novela (la otra es que ya se encuentra como avance en cyberdark).
Lo tercero bueno que ha tenido el día de hoy ha sido que ¡por fin! he terminado lo que estaba escribiendo. Todavía no me convence, pero me voy a poner a corregirlo esta tarde o mañana. Lo tengo ahí, impreso, encima de la mesa. Iba a tener 20 capítulos y tiene 25. Llevo acabándolo desde hace dos semanas, pero se resistía el condenado. Creo que ya está. Sí. Salvo que al corregirlo cambie algo...
Espero que no sea mucho.

Un saludo a todos. Nos leemos.
¡Toma! ¡Toma! ¡Toma!

martes, 21 de agosto de 2007

Otros Relatos: Oscuridad Manifiesta

Oscuras imágenes, abotargadas, informes, bultos sin alma que se extienden hasta el infinito. Rostros sonrientes, blasfemos e inhumanos que llenan hasta el último de los rincones. Lecturas malditas, de caligrafía insana, dubitativa y errática, encuadernadas con sus propias entrañas y cosidas sin tripas, sólo engrudos, pastas y una presión más allá de lo imaginable.
Paseo entre todas ellas, entre las estanterías repletas con lo que nuestra sociedad ha producido y me refocilo en la inmundicia. No puedo por menos dejar de sonreír mientras, bajo la amarilla luz de mi linterna, observo en qué nos hemos convertido. Y no sólo nosotros… aplastando a los que eran más débiles e inocentes, hemos destruido a las que eran mil veces más antiguas que la nuestra. Hemos invadido con nuestros paganos cultos a aquellos que sólo ansiaban libertad y escapar de la tiranía y la opresión. Nosotros se la vendimos y junto a ella les vendimos una esclavitud de espíritu mucho más profunda que las simas abisales. Pan a cambio de su total sumisión. Plagas a cambio de las pócimas y ungüentos. Armas para acabar con sus enemigos y proclamar la paz. Muerte agónica y lenta a cambio de sus vidas cortas aunque plenas. Los cuatro gigantes al completo. Y pagaron por ellos. Y lo hicieron por su propia voluntad.
Como soldados hieráticos, las estatuas se alzan en el interior de sus cárceles de cristal. Altas, imposiblemente delgadas, muestran nuestros ideales al mundo. Son unos ideales marchitos y amargos que, aunque no cumplimos, tratamos de imponer. Imágenes de los nuevos Dioses sin alma que tallamos a imagen de los verdaderos, venidos de las estrellas, flamantes astros sin entrañas que ansían la adoración de las masas sin importarles el precio. Muy pocos se habrían salvado en los días antiguos y muchos de ellos son repudiados por los más viejos y poderosos. Nadie les pretende fidelidad aunque sus imágenes se extiendan hacia el infinito, llenando los muros con sus rostros de expresiones vacías, de ojos acuosos y manchados por los azares de una existencia tan fugaz como su origen. Las sectas se postran a sus pies, pero nadie cree en ellos. Todos aguardan, dispuestos a ver como estos Dioses de pies de barro y cabeza de paja se desploman y caen para poder repartirse los pedazos. Pero estamos dispuestos a ser como ellos, todos idénticos a semejanza de nuestros ídolos.
El círculo de luz que llevo en mi mano se refleja en el vidrio, en los bruñidos espejos que llenan las paredes del templo. Por un momento me asusto de mi propia mirada. Mi piel morena me marca como uno de los de fuera, como ellos, como los que en otro tiempo fueron sus esclavos y ahora son libres para vivir a su modo. Todavía soy menos que ellos en un mundo que promulga la igualdad. Aparto la vista, tratando de olvidar lo que era antes de llegar a donde me encuentro. El día que lo consiga seré uno de ellos, seré aceptado como uno más.
Me falta el aire, pero aquí no hay ventanas a las que asomarse. Casi mejor. Así no podré ver lo que ellos… nosotros hemos hecho a esta tierra. No podemos decir que la hayamos rehecho a nuestra imagen. Yerma, desértica, cubierta de polvo y nubes sulfurosas que brillan durante largas noches como ésta, donde nada que no deseemos pueda medrar o crecer. En apenas dos siglos hemos conseguido esto… ¿cuánto tiempo deberá pasar antes de que debamos partir y repetir el mismo proceso en otra parte? Las eras son cada vez más cortas y todo sucede más rápido. ¿Cuánto será la siguiente? ¿Cien o cincuenta años?
Ya da lo mismo. Esas dudas están fuera de lugar y carecen de sentido. Soy el guardián del templo durante las horas en las que el sol se pone y la oscuridad de la noche llena las llanuras. Esa es mi labor y a ella me debo, no hay espacio para dudas o errores que puedan permitir al enemigo adentrarse en estos execrables pasillos. Desde la caída de las grandes torres nada ha vuelto a ser lo mismo. Ellos podrían estar en cualquier parte, acechando… continuo con el intrincado recorrido que mis superiores me han asignado, entre las sombras amenazantes y los pulidos suelos. Las estatuas, casi vivas, parecen respirar en la oscuridad, observándome, y los puntos rojos que son los ojos de mis compañeros parpadean de cuando en cuando, colgados donde los altos muros se unen con el adornado techo. Las escaleras, vibrantes y pulsátiles antes, y muertas y frías a estas horas, se proyectan hacia el infinito que hay más arriba, llevando sus pasamanos hasta tan lejos que parecen unirse en uno sólo, vulnerando toda geometría euclidiana bajo la luz de la luna, impávida y pálida, que atraviesa las amplias vidrieras del piso superior. Al menos allí hay más claridad, no como en los húmedos corredores plagados de ratas de mis primeras semanas, cuando parecía llevar la insignia de novato grabada en la cara, aún más allá que en el mugriento uniforme que me habían entregado, una reliquia de los tiempos en los que todo era más nuevo y brillante y las masas acudían en tropel para consumir y ser consumidas.
Subo por ellas, un escalón tras otro, sintiendo el frío metal bajo mis pies, cansados de tanto caminar, con las pocas prisas de quien no desea hacer algo pero sabe que debe hacerlo. Las nubes, oscuras, de una tormenta que no termina de descargar, pasan ante la faz de Selene, arrastradas por un viento demasiado cálido para esta época del año. Está ya baja, camino del amanecer, cuando el sol se alzará, los acólitos acudirán precediendo a los fieles y yo podré regresar a casa. Entonces los cánticos se alzarán también, repetitivos, llenos de estrofas y palabras medio susurradas que todos repetirán entre dientes, pues, quien más y quien menos, todos conocen los ritmos y las palabras.
Las pasarelas se presentan ante mí, colgando del techo abovedado. Están tan vacías como el resto del edificio. Junto a ellas, adosadas a las paredes, se abren otras vitrinas, cubículos donde los hambrientos son alimentados, como siempre por un precio demasiado alto. Aquí se proporcionan todos los vicios, se les anima y se les nutre como en ninguna otra parte. Ni siquiera el antiguo Seth, transfigurado en villano, fue capaz jamás de hacerlo tan bien. La gula es domada y amaestrada aquí, mientras que la vanidad, el orgullo y la codicia lo son en el piso inferior…
Me parece oír un ruido. Susurro para mis adentros las palabras convenidas y me dirijo a lo largo de la pasarela de la izquierda, donde las sombras son más oscuras y tenebrosas, nada comparado con lo que he visto más abajo. Mi arma, empuñada antes por cientos que como yo hemos dedicado nuestras vidas a proteger estas paredes, salta a mi mano prácticamente sólida, cálida y fría al mismo tiempo. Me pregunto si alguien la habrá usado antes y en qué circunstancias. Corro hacia el sonido. Cuando llego no hay nada. Sólo se trata del pestillo de uno de los altos portalones que, suelto por descuido, hace que los goznes giren y se retuerzan con el viento que, aunque escaso, es una constante aquí dentro. Ha sido una falsa alarma y me sonrojo por haber puesto a todos en alerta. Con un saludo de mi mano, indico a los que observan desde las alturas que todo va bien, que todo es correcto. Un rayo de sol entra en ese instante por la cúpula y sé que ya es la hora de que me marche, que mi tiempo ha acabado aquí…

¡DING! ¡DONG! ¡LAS PUERTAS DE ESTE CENTRO COMERCIAL ABRIRÁN EN UNOS MINUTOS!

domingo, 19 de agosto de 2007

Otros Relatos: 33 Revoluciones por Minuto

Rodney se levantó, con el despertador conectándose a su cadena de radio favorita, en la que sonaba continuamente música de los años ochenta. Aquella época había sido la mejor de su vida en muchos aspectos. Saltó de la cama y se asomó, en calzoncillos, por la ventana del dormitorio; era grande y tenía una puerta que conducía a una terraza en la que se encontraban una tumbona, varias sillas y una mesa redonda de hierro forjado, lacada en blanco.
Los últimos acordes de una pegadiza canción de Madonna(1), fueron desapareciendo bajo la voz del locutor, emperrado en dar datos que a nadie interesaban. Sonaron los primeros tonos de Queen, con un Freddie Mercury todavía en estado de gracia, cantando Who wants to live forever(2). Mientras el café se hacía, orinó y se dio una ducha rápida. Vestido con el albornoz, salió a la terraza. Había un centenar idénticas, dispuestas en filas de a ocho a lo largo de los quince pisos que tenía el edificio. Otro bloque, muy parecido a aquél, se extendía al otro lado de la piscina, tapando lo que en el prospecto de los apartamentos estaba anunciado como "una hermosa vista de las relucientes aguas del Pacífico". Sí. Aquella línea apenas visible tras el cemento, los cristales y las copas de las palmeras, debía de ser una buena muestra de las playas californianas.
Mojó las galletas en el café. Junto al riñón azul que era la piscina, se veían algunas sombrillas y las siluetas de varias bañistas con trajes brillantes. Vacaciones forzosas, lo habían llamado en la empresa. No podía olerle más a despido. Los rasgueos de la guitarra de Knopfler le distrajeron, permitiendo que se calmara. No debía perder el control de aquella manera, no por algo que no podía controlar. Debía reconocer que odiaba no estar al cargo de la situación, pero había mucha gente por encima de él que tenía la última palabra… demasiada. Terminó con el desayuno y dejó la taza y las demás cosas en la pila. Mientras Brothers in arms(3) se desvanecía y Cindy Lauper entraba en escena, con el locutor explicando los hechos que habían tenido lugar en aquellos años, se vistió y salió por la puerta.
Cuando llegó al portal, ya había conseguido sintonizar la emisora en el walkman que llevaba adosado al cinturón. Sonrió al espejo que cubría una de las paredes. Un hombre de mediana edad, con pronunciadas entradas, le devolvió la sonrisa. En el espejo también se reflejaban los cientos de casilleros que formaban los buzones del vecindario, haciendo que parecieran todavía más de los que ya eran. Buscó su ranura, más por saber dónde se encontraba que por esperar encontrar algo en su interior. Así fue. Guardó los anuncios de un par de clubes en el bolsillo de su camisa de flores. Girls just wanna have fun(4) acabó de repente. Comenzaron las noticias locales. Apagó el aparato. No le interesaban demasiado, estaba allí para relajarse y divertirse. Si diversión era lo que querían, él se la daría, aunque los clubes hubieran sustituido a sus añoradas discotecas.
Rodney se dirigió a las instalaciones privadas de aquella torre: un pequeño bar deshabitado, un gimnasio minúsculo que se encontraba todavía más vacío y, por supuesto, la piscina. Una canción, tan distorsionada que le costó reconocerla, resonaba por megafonía. Sólo cuando se acomodó en las tumbonas, mirando a las bañistas que tomaban el sol, pudo reconocerla. Una versión horrible de Everybody needs somebody to love(5) que haría que Jake se revolviera en su tumba. Se puso los cascos de nuevo y encendió el walkman. La voz del comentarista hablaba del incendio que se había declarado casi una semana antes en Santa Mónica y de cómo no habían conseguido controlarlo todavía. No podía importarle menos. Lo que si le importaban eran las chicas que se contoneaban ante sus ojos. La mayor parte de ellas no eran más que niñas y el resto… Florida habría sido un lugar mucho más apropiado para ellas.
Habló K-Billy. Su voz era pesada, rápida, siempre llena de datos irrelevantes acerca de asuntos todavía más irrelevantes. Lo hacía así desde hacía casi quince años. Rodney llevaba sin escucharle diez, debido a un poco afortunado comentario sobre el disco Kaya(6) de Marley. Oía la música, ésa era la parte que importaba, e ignoraba lo que decía. Música de los ochenta, con alguna semana de los setenta intercalada de cuando en cuando. Aquella vez no pudo hacerlo. Las palabras Walker y cancelación resonaban con demasiada fuerza a través de sus auriculares de esponja. Sonó una sintonía que no había escuchado antes. Junto con la música, anunciaban el horario de emisión del nuevo programa, el que iba a dejar al de K-Billy fuera de antena.
Rodney se puso en pie y, a grandes zancadas, regresó al largo pasillo que era la entrada al complejo de apartamentos, pensando en dónde la había dejado. Sí… en el cajón de la mesilla. De todas maneras tenía tiempo y debía subir a buscar algunas otras cosas. En la radio, el anuncio del nuevo programa se desgranó en unas cuantas notas desagradables, hip-hop o alguna de aquellas mierdas modernas. No iba a permitir que todas las cartas que había enviado y que todas las horas dedicadas a K-Billy se fueran al traste. Él les enseñaría lo que era bueno. Sobre todo a esa usurpadora que hacía de estrella de la radio. Esa tal Patrizia Walker… él la enseñaría a andar.
Cogió las llaves del coche, un plano de la zona y la película que había estado viendo en el VHS antes de quedarse dormido. Para los guardias de seguridad guardaba su 9mm en la guantera. Pero para ella… ella recibiría algo muy especial. En el trabajo habían dicho que era demasiado literal, que se tomaba las cosas demasiado a pecho. Sonrió, aquella era su canción…

“I heard you on the wireless back in Fifty Two
Lying awake intent at tuning in on you.
If I was young it didn't stop you coming through.”(7)


(1)
(2)
(3)
(4)
(5)
(6)
(7)

Otros Relatos: Wyrd

Dicen que el mundo entero está unido a un gran fresno. Que las tierras que conocemos descansan sobre sus ramas, como el nido del ave más extraña de todas. Y que sus raíces se hunden en lo más profundo de la creación.
Cuando le preguntan si semejante cosa es cierta, el anciano sonríe y asiente con la cabeza sin dudar, desde el otro lado de las llamas. Es muy viejo, enjuto, con el rostro arrugado y cubierto por una barba que clarea bajo sus pómulos. Tiene una cicatriz que se lo recorre desde la ceja al mentón del lado derecho y su ojo izquierdo está cubierto con una catarata blancuzca. Todos le recuerdan allí, sentado junto a la hoguera, como si siempre hubiera sido así de viejo y arrugado.
Los aldeanos crecen escuchando las historias del anciano… aunque en realidad nadie jamás le ha oído decir palabra. Cuentan que las leyendas llegaron con él, aunque él se limita a afirmar cuando alguno de los hombres cuenta alguna. Entonces está siempre presente, con su único ojo bueno, azul y fiero, clavado en el narrador.
Él es uno de los cazadores. Siempre ha sido hábil con la lanza y el arco. Poseedor de una vista tan afilada como sus armas, es uno de los mejores rastreadores con los que cuentan los suyos. Sin madre, tuvo que crecer rápido y mucho. Es uno de los hombres más altos de la aldea y muchos piensan que pueda llegar a ser su líder. Si tiene la oportunidad.
Pero en estos tiempos, las oportunidades escasean tanto como la caza. Las cosechas son pobres y el poco ganado que sobrevivió a la plaga del verano pasado no es suficiente para proveerles de carne. Por eso los cazadores viajan cada vez más lejos, arriesgándose en lo profundo de los bosques y regresando con nuevas historias de lo que hay más allá de las fronteras conocidas. Y, en muchas ocasiones, es él quien va a su cabeza.
Hay un día en el que la partida de caza no regresa. Las jornadas pasan y los jóvenes cazadores no vuelven a sus hogares. Los mayores se preocupan, pues son los brazos más fuertes con los que cuentan y el invierno se acerca. Una generación perdida, dicen entre lamentos, mientras las mujeres lloran y los niños más pequeños vagabundean por los alrededores, deseosos de ser los primeros en llevar a los demás la noticia de la vuelta de sus hermanos mayores.
Transcurre casi una semana cuando uno de aquellos muchachos irrumpe a la carrera en el centro de lo que a ellos les gusta considerar su hogar —una docena de casas largas, rodeadas por una empalizada no más alta que dos hombres—. Llega sin aliento y su madre tarda un buen rato en conseguir que hable. Está pálido, con el rostro demudado por el dolor.
Ha vuelto. Sólo uno.
Al joven cazador le encuentran a media milla de la aldea, exhausto y malherido. En unas angarillas, le llevan hasta la choza del curandero. Es fuerte y sobrevive a las fiebres que le invaden durante las siguientes jornadas. No así su brazo derecho. El curandero lo corta y vierte vino ardiente sobre el muñón para que la carne se queme y no la devoren las moscas. Pero incluso antes de recuperarse del todo, entre delirios, les habla. Les habla del traidor ataque del que fueron objeto.
Cuenta cómo, estando a las orillas de un río, hacia el amanecer y el norte, una barahúnda infame les salió al paso. Armados con espadas y acompañados por perros, no les ofrecieron tregua. Antes de que pudieran defenderse, los dos más jóvenes, apenas niños, habían muerto. Entonces, ellos mismos empuñaron sus lanzas y les hicieron frente. Muchos enemigos cayeron aquel día, pero muchos más surgieron de la maleza, haciéndoles retroceder hacia el cauce. Al caer a él había salvado la vida, sin poder regresar a la batalla en la que habían sido abatidos los suyos.
Nadie duda de su palabra, pues ya ha demostrado su valor en innumerables ocasiones, pero las voces se alzan contra aquellos enemigos que les son desconocidos hasta este día y, como es la costumbre, los más viejos del lugar se reúnen para tomar una decisión que les marcará para siempre.
Pasan tres jornadas antes de que los líderes de la aldea decreten cuál es el camino a seguir y, muy a su pesar, ese camino es el de la guerra. Los pocos caballos de los que disponen son ensillados y los guerreros afilan sus armas. Atrás sólo quedan los demasiado viejos, los demasiado niños y las mujeres. Y, por supuesto, el cazador convaleciente, al que se le niega el derecho a participar en la lucha a pesar de lo mucho que lo solicita.
Los hombres marchan y el joven manco se queda en casa, cuidando de la pobre aldea. Las primeras jornadas se hacen muy largas, pensando que muchos de ellos no volverán y —aunque los aldeanos saben que para los luchadores aguerridos está reservado el mejor de los paraísos— no poco dolorosas. Las mujeres mantienen la mirada baja y los viejos cuentan las historias de su niñez, de cuando el mundo era más joven, alrededor del fuego. Y el anciano tuerto les da su aprobación.
Pero las semanas transcurren y tampoco entonces regresa nadie. Las prendas enlutadas cubren los hombros de las que ya se saben viudas y éstas, a su vez, se cubren con las primeras nieves invernales. Ya nadie queda que haga frente a sus enemigos ni que trabaje los campos y sólo pueden aguardar a que la muerte de los cobardes les acorrale, llena de hambre y frío.
El manco no está dispuesto a admitirlo. El propio corazón le duele con sólo pensarlo y, aunque no es un cobarde, se siente como tal. Por eso, una mañana, coge sus armas, su capa de piel de oso y su impedimenta, y se pone en camino, para acudir hasta el destino que los suyos le negaron, abandonando la aldea que le vio nacer y que sabe condenada a desaparecer sin remedio.
Los días transcurren lentos para el joven, mientras recorre el mismo sendero que ha destruido a los suyos. Sube los mismos remontes que una vez recorrió con sus amigos de infancia y cruza los riachuelos que tan amarga agua arrastran. Está cerca del río donde le hirieron, donde comenzó su ocaso particular y perdió su brazo. Sabe que su destino es morir en las mismas aguas que una vez le salvaron la vida.
Las pruebas de que está en lo cierto se multiplican en unas cuantas horas. Los restos de una refriega, las armas abandonadas y, al final, los cuerpos de los guerreros. Los encuentra colgados de las ramas de un árbol, como frutas maduras, ahorcados, y con heridas de lanza en el torso y los muslos. Capturados vivos y asesinados. No es la muerte digna de un guerrero. Los cuervos, subidos en sus hombros, les picotean los ojos y la carne blanda de la cara.
Está a los pies del lúgubre árbol, cuando los cuernos suenan y una multitud de hombres y perros sale del bosque. Pero en esta ocasión no cogen al joven por sorpresa. Con su lanza en la mano, ensarta a los que se aproximan demasiado, cercena gargantas y rompe cabezas. Al menos una docena de enemigos muere antes de que puedan acercarse lo suficiente como para herirle. El cazador manco desprecia su propia vida y no da cuartel. Pero ellos son muchos y él sólo uno y acaba por caer de rodillas.
Sin que pueda evitarlo, le atan con cintas de cuero. Primero los pies y las manos y, al final, alrededor del gaznate. Están todavía apretándolas, cuando los cuernos repiten su sonido… ¡Y los agresores se convierten en agredidos!
Por un momento, el joven manco piensa que se trata de un milagro, que los dioses se han acordado de ellos y que han bajado de los cielos para administrar venganza por las pérfidas artes de sus enemigos. Pero no es así. Lo comprende cuando una mano infantil corta las cinchas que le atan y la de una mujer pone en su mano el extremo de la lanza. Todos están allí, con los ancianos a la cabeza.
El cazador grita y su aldea grita con él. La sangre enfanga la tierra y tiñe las aguas del cercano río. Las antorchas caen y las ramas arden, llenándolo todo con su humo acre. Ni se pide ni se da cuartel, mientras la tarde se convierte en noche. Muchos mueren, pero con su cólera apaciguada al ver a sus enemigos degollados o con el cráneo hendido.
Cuando todo acaba, nadie queda en pie.
El joven manco, sobre una montaña de cadáveres, agoniza con una espada hundida en el pecho y los restos de un perro muerto a sus pies.
Al otro lado de las llamas, el viejo tuerto le sonríe.
Y, mientras afirma con la cabeza, le llama Tyr.

jueves, 16 de agosto de 2007

Otros Relatos: Fe y Hollín

La creencia es uno de los principios que mantienen la cohesión del Universo. En los tiempos antiguos, la creencia era fuerte. Tanto, que la realidad se plegaba a las necesidades de los hombres primitivos como si fuera una hoja de papel en las manos de un niño. Para todo lo que no se entendía, había una explicación: el fuego era un dios, los rayos eran la cólera de los dioses… en aquella época los dioses salían tan baratos como creer en ellos.
Pero la gente creía. ¿Qué otra cosa se podía esperar de un tiempo en el que la tierra era plana y el sol iba unas veces en un carro tirado por caballos y otras empujado por un insecto del género Coleoptera? Sin embargo, eso no es lo más importante en la historia que intento contar. Lo significativo de todas estas creencias es que eran tan fuertes como para hacerse reales, doblando la realidad hasta límites insospechados.

Había sido un mal invierno. No de los peores que había vivido, pero sí lo que se solía denominar malo de narices. Tras un otoño de ventiscas y aguaceros, la estación de las nieves se había presentado de improviso, de un día para otro y… bueno, llena de nieves. Había carámbanos de casi un palmo en los tejados, los ríos estaban tan congelados que podías saltar a ellos con más posibilidades de romperte una pierna que de ahogarte y se decía que, incluso, algunos pájaros habían muerto en el aire, entre un batir de alas y otro. Aquello era mentira y nadie se lo creía del todo. Porque —ojo, que esto también es importante— los tiempos antiguos se habían acabado hacía mucho y ya nadie creía en las cosas en las que se creía entonces. Al menos no del mismo modo.
Un autobús recorría el camino. Estaba pintado de gris y sus ruedas, cuando no parecían a punto de salirse de sus ejes, se encontraban enterradas en la nieve manchada de hollín. Cuando la gente se precipita en la era de la razón, lo hace tiznada de negro. Son cosas que pasan. La ciudad estaba todavía a un par de kilómetros cuando dio un bandazo, una de las ruedas se metió en un bache y se quedó atrapado, con el motor humeando.
Los pasajeros bajaron tras el conductor, muchos de ellos estirándose y bostezando, pues el viaje había sido largo y estaban agotados. Se apresuraron a recoger su equipaje y a emprender la marcha a pie. Aquel día era veinticuatro de diciembre y muchos llevaban meses sin ver a sus familias. Sin embargo, el último de ellos no se dio tanta prisa. Tambaleándose, salió por la portezuela y sólo el hecho de que el conductor le detuviera impidió que se fuera al suelo tan largo como era.
Porque el último ocupante del destartalado autocar era largo. Largo y ancho. Vestía un abrigo que le llegaba hasta los pies y que rodeaba su oronda figura del mismo modo que una cortina podría rodear un globo terráqueo de buenas proporciones. Además, tenía el pelo y la barba blancos y unos ojos azules intensos, uno de los cuales bizqueaba un poco, que destellaban por encima de unos pómulos tan sonrosados por el frío como por el escocés que había ido trasegando durante toda la expedición.
—¿Hemos llegado?
—No, pero esto no anda más.
El hombre alzó la vista. Sus ojos se centraron en una casa que surgía tras unos árboles, a no más de cien metros de allí, medio oculta entre la nieve sucia.
—Aquí es donde debo estar —sonrió.
Echándose el petate al hombro, se alejó de él con una risotada. Casi parecía un soldado que regresara de la guerra y le recordó a su hermano, que había muerto en ella, pero era demasiado mayor para eso. El conductor del autobús pronto se lo quitó de la cabeza, mientras se ponía en marcha hacia la ciudad.

Tras encontrar a aquel anciano en la puerta, le había invitado a entrar y ofrecerle un te caliente. Él había sonreído, agradecido, y se había quedado dormido junto a la chimenea. Cuando ya estaba oscureciendo, sus hijos entraron dando gritos, un portazo y empapados de pies a cabeza. Los cuatro vivían en aquella casa solos. Ella prefería pensar que eran una familia feliz, pero ni siquiera su fe en la bondad de la gente y en que nada malo podía pasarle a las personas buenas soportaba el empuje de la realidad. Su marido había ido a la guerra y no había vuelto. Como los maridos de muchas de sus vecinas. Hay cosas que nunca cambian.
El barullo sacó al viejo de su sueño.
—¿Quién es, madre? —preguntó el mayor de los tres.
—Es vuestro… abuelo —mintió ella. Jamás supo por qué.
Los abuelos de los chicos habían muerto antes de que nacieran y los muchachos siempre le preguntaban por ellos. Le pareció una mentira piadosa que no hacía mal a nadie. Miró al anciano, que le guiñó el ojo vago y, con una sonrisa, empezó a abrazar a los pilluelos. Más o menos como habría hecho su propio padre. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo que le echaba de menos… las Navidades, se dijo, quitándole importancia al asunto. Se trata de esta época del año.
Invitó al anciano a cenar y a pasar la noche con ellos —de qué otro modo iba a ser—. El hombre comió con ganas. Mientras lo hacía, reía, con el rostro enrojecido por el vino y contaba historias que, al mismo tiempo, eran antiguas, nuevas, graciosas y tristes. Historias que hacían olvidar sus propios problemas. Y no tenía pocos. El banco estaba ahí, apretándoles las tuercas, ya no era tan joven y los niños crecían y apenas le quedaba dinero para la ropa. Mientras le escuchaba, nada tuvo importancia. Era como si fuera su padre, su marido… todos aquellos que faltaban en su vida al mismo tiempo. Un momento amargo en una noche muy dulce. Después hubo más risas, villancicos e historias y, cuando se dio cuenta, eran más de las doce y los niños seguían en pie. Tras acostarlos, regresó al comedor. El anciano estaba junto a la puerta, recogiendo sus cosas para marcharse.
—¿Se va?
—Sí, me esperan en muchos otros lugares. Sus hijos están muy altos —los ojos del anciano brillaron con aquella luz extraña. En aquel instante le recordaron a los de su difunto esposo.
—Sí, es cierto… Usted, ¿quién es?
—En realidad nadie. Sólo una idea en la que alguien creyó una vez. Porque, aunque no lo sepa, todo tiene que ver con lo que la gente cree —susurró, mientras salía por la puerta y se internaba en la nieve. Cuando ya estaba inmerso en la oscuridad, se volvió. Su oronda figura parecía aún más grande, magnificada por los copos de nieve que caían entre remolinos—. Éste era su día especial —dijo entonces—, espero que lo haya disfrutado. Fíjese: antes llegaba a todos y hoy debo ir puerta por puerta. ¡Lo que es el mundo! ¡Feliz Navidad, se la ha ganado a pulso!

En los viejos tiempos las creencias eran fuertes. Ya no lo son, pero su impronta perdura. En el mundo del hollín y la razón, los espíritus forjados por la fe y la imaginación son sombras de lo que eran. Los que tienen suerte, reviven unos pocos días al año.
A los demás, sólo les queda creer en sí mismos.
O eso dicen.

Otros Relatos: La Parte y el Todo

Deja sus gafas sobre la mesa. Los vidrios, empañados, no hacen más que convertir el mundo en sombras confusas ante sus ojos. El reflejo de estos en el monitor, no puede ser más deprimente. Enrojecidos, llorosos y rodeados de gruesas bolsas, son los de un hombre abatido, al límite de sus fuerzas. Lucha por que no se cierren mientras sus dedos se deslizan por el teclado, siguiendo un ritmo cadencioso, lento a fuerza de obligarles a ir más lento de lo que ellos desearían. De lo que su alma, sin duda, desearía.
En el reflejo puede verse que no es demasiado mayor, aunque la barba de tres días que le cubre el rostro sirva para ocultar su verdadera edad. Delgado, de rostro enflaquecido y consumido por las privaciones; su pelo, corto y lacio apenas es capaz de formar un pequeño flequillo sobre su ancha frente, repleta de entradas. Destinado a quedarse calvo antes de los cuarenta, hace tiempo que sabe que no llegará a esa edad. Lo sabe desde que pasó. Un volantazo, un frenazo que no fue suficiente y un golpe. A él le costó una pierna rota y varios meses de férulas y rehabilitación. Ella, agarrada a su mano, lo tuvo mucho peor. Tardó tres días en morir, en el hospital, atada a una cama y a un sinfín de máquinas.
Han pasado meses desde aquello. Al principio no quiso creerlo, se negaba a aceptar que la habían arrebatado de su lado, que se la había quitado un conductor imprudente… no, eso no era cierto. Los imprudentes habían sido ellos. Cruzar sin mirar, hasta meterse debajo de las ruedas de aquella furgoneta de reparto. Con ella lo había perdido todo. No le quedaba ni a quién culpar de su pérdida. Transcurrió medio año en el que se dedicó a autocompadecerse. Medio año sin apenas salir de casa mas que para ir al trabajo y hacer las compras imprescindibles. Medio año sentado en el sofá, contemplando la pantalla de un televisor que la mitad de las veces se encontraba apagado.
Recoge las lentes, sin ellas apenas ve nada, y toma un trago de cerveza para aplacar la sed. Es verano, el verano siguiente a que ella se marchara. El calor es asfixiante a pesar de que se pasa el día en calzoncillos, con las ventanas abiertas y las persianas bajadas. No es el aspecto que los demás esperarían en alguien como él, siempre de punta en blanco cuando sale de casa, incluso en los peores momentos de depresión. No es el que esperaría nadie de saber lo que hace, desde luego.
Los dedos vuelven a posarse sobre las teclas, desgastadas ya y medio sueltas por las muchas horas que ha dedicado a aporrearlas, a recorrerlas con las yemas de sus dedos como si fueran el teclado de un piano en el que no hubiera ni blancas ni negras, en las que todas ellas, de una manera incomprensible, se hubieran vuelto de un gris monótono y tristón. En la mayoría, los caracteres se encuentran medio borrados y un par están rotas, destrozadas en uno de sus momentos de mayor frustración, cuando había creído terminar y se había dado cuenta de que todavía no se encontraba ni a la mitad del largo sendero que se había propuesto recorrer.
Otra frase más y me iré a dormir, se dice, pensando en la cama que le aguarda con las sábanas sucias y arrugadas. Pero no se va a dormir. A aquella frase le sigue otra y a aquella última, otra más. Un trabajo interminable que debe ser terminado.
Porque las partes son el todo y ella todavía vive. En el interior de cada uno de los recuerdos que tiene de ella, tanto de los claros, de los más cercanos, como de los fugaces, los que apenas son un reflejo del largo pasado que tuvieron juntos. Lo leyó en alguna parte y, cuando lo meditó lo suficiente, vio que aquella era la única manera. Ella iba a volver a su lado.
Se siente como un chamán de la era digital. Las partes, el todo… montañas de papeles se amontonan a sus espaldas, sobre la mesa en la que reposa el ordenador y en las estanterías que hace una semana, cuando comenzó con su verdadera labor, vació de libros. Hay carnés de la biblioteca, de identidad, el último pasaporte en regla y aquellos que quiso conservar porque le recordaban los viajes que había hecho. Hay también libros de cuando iba a la escuela, apuntes de la carrera y todo lo que ella llegó a escribir alguna vez y él ha podido recuperar. Hay libros que leyó, fotografías, que se apilan en una columna tan alta que casi roza el techo, y cartas de amor y desamor que narran los pormenores de lo que tuvieron juntos, cintas de video, compactos con su música, la ropa que vistió aquel fatídico día y la de todos los otros, amontonada sobre una estrecha cama…
Y sobre el teclado sus propios de dos que, doloridos, tratan de poner en la pantalla hasta el último recuerdo que le queda de ella. Palabra tras palabra, línea tras línea. Uniéndose a todo lo que le han contado, a todo lo que los que la conocieron han podido reunir sobre ella. Un párrafo que describe el brillo de sus ojos la primera vez que se vieron continúa con el que habla de la calidez de sus labios o el que relata los pormenores de sus discusiones. Las horas pasan y la promesa de descanso es olvidada, la sed es un recuerdo lejano y las gafas manchadas de sudor un bulto que queda sobre la mesa.
Las palabras fluyen y siente como los ojos se le van. La vista se le nubla y su cabeza se inclina hacia delante… sólo unas líneas más, gime. Apenas queda nada.
Cuando despierta, es de día. Los papeles y los objetos que se amontonan le parecen tristes, vacíos. Recuerda haber soñado algo, pero no qué. Le duele la espalda y está muy cansado. Las teclas han quedado marcadas en su frente, como una fina red. Ha vuelto a fracasar. Ella no volverá nunca.
Se acabó.
Juguetea con el ratón y el salvapantallas desaparece. Tiene que apagar aquello y marcharse. Por primera vez en meses, siente que puede pensar con claridad. Cierra el documento al que tanto tiempo ha dedicado y cada una de las ventanas.
Magia, como si existiera algo parecido.
—No deberías dedicarle tanto tiempo a escribir —susurra ella, junto a su oído—. A veces creo que te olvidas de mí.

Otros Relatos: El Soñador

Voy a mi trabajo, paseo, como, bebo y duermo como todos los demás. Hoy en día no hay nada que me diferencie de cualquiera. Tengo que hacer frente a mi hipoteca como todo hijo de vecino y me preocupa la dirección que está tomando el mundo y el hecho de que mi mujer y yo cada día seamos mayores y de que el tiempo para plantearse tener un hijo se va agotando día a día. No puedo decir que mi vida sea mala, desde luego he tenido más oportunidades de las que se dan a muchos. Tampoco puedo decir que sea la más maravillosa del mundo. A estas alturas es sólo eso, una vida, como la de cualquier hombre o mujer de este planeta, con sus más y sus menos. Sólo eso.
Pero antes fui más. Mucho más.
No puedo precisar cuánto duró, si fueron, años, meses o unos pocos días, pero el caso es que sucedió. Por un breve espacio de tiempo fui algo mucho más grande y, al mismo tiempo, mucho más pequeño.
Pasó cuando era más joven. Entonces no tenía ni mujer ni hipoteca, sino estudios y exámenes. Una carrera apenas iniciada —que no me satisfacía en nada— y la responsabilidad de sacarla adelante del mejor de los modos, imitando a la figura paterna y a otras muchas. En mi familia siempre ha habido figuras de sobra. Me levantaba incluso más pronto de lo que lo hago ahora, dedicaba las mañanas a las clases y buena parte de la tarde a estudiar. Cuando llegaba la hora de dormir, estaba destrozado. Caía como un saco y soñaba… soñaba pesadillas.
Cada noche una diferente, descargando en ella toda la frustración acumulada a lo largo del día. Pesadillas sangrientas, dignas de la mejor película gore; filosóficas, en las que se me negaba todo, incluida la misma existencia… pesadillas de todos los tipos y colores que habrían servido para llenar los divanes de un centenar de psicoanalistas.
Y claro, los días se hacían eternos. No descansaba ni de día ni de noche. Aunque dormía de un tirón —por mucho que digan, nadie se despierta gritando y con la frente cubierta de sudores fríos, eso es mejor dejarlo para las películas— tampoco me sentía bien al día siguiente. Si había estado corriendo, los músculos de las piernas me dolían, si había sido aplastado por una avalancha, era todo el cuerpo… así semana tras semana, hasta que llegó uno de los sueños más aterradores. Al menos uno que debería haberlo sido, pero que a mí me salvó la vida y que me hizo… como ya dije antes, me permitió ser mucho más de lo que nunca había sido y, me temo, mucho más de lo que nunca seré.
Tras una larga semana de exámenes, aquel sueño me condujo hasta el patio del colegio de mi niñez. Era igual que lo recordaba, con el suelo de gravilla gris y una enorme morera en uno de sus extremos. En aquella ocasión, el cielo también era gris, no porque estuviera nublado, sino que todo él era de un gris plomizo. Soplaba viento, pero eso no me importaba. Estaba sentado en una silla de ruedas en medio de aquel patio. Alguien me había atado a ella.
Pero eso no era lo peor de todo. Aquel alguien, que no recuerdo quién era o si en algún momento llegué a verle el rostro, sostenía en su mano un paquete de palillos. Lo sostenía e iba sacándolos uno a uno para clavarlos concienzudamente. En mis ojos. Primero en uno y después en el otro. Media docena, una docena, veinte, treinta… el dolor era tan insoportable como puede llegarlo a ser en un sueño e iba acompañado por sus risas y las de los demás compañeros que me rodeaban. Me clavaban palillos de madera en los ojos y se reían… yo gritaba y pedía que parasen. Pero no se paraban y seguían, dando vueltas a mi alrededor y clavando, siempre clavando. Sonrientes y clavando… pero, ¿los veía? Debería de estar ciego y estaba viéndolos. Se reían, se burlaban y yo los veía.
Era un milagro… o se trataba de un sueño.
La certeza acudió a mí y, cómo ya dije antes, me liberó. Sabía que estaba soñando, que las cuerdas que me ataban a la silla y los palillos ya no tenían ningún sentido. Era mi pesadilla y yo el que la soñaba. De acuerdo con eso, yo lo era todo allí. Y nada tenía que ser como lo estaba viendo. Aquella noche me levanté, rompiendo las cuerdas y fui a por cada uno de los que me habían hecho aquello, de los que se habían atrevido a hacerme aquello. No les pagué con la misma moneda, no soy un sádico. Les perseguí lentamente, hasta darles alcance. Y después les rompí el cuello. Uno a uno. Hasta el último.
Cuando me desperté por la mañana, me encontraba mucho mejor.
Los días siguieron la misma rutina que siempre, clases, estudio, prácticas, exámenes… pero las noches se convirtieron en mi coto privado. Sucediera lo que sucediese en mis pesadillas, era capaz de darles la vuelta. En aquellas que me veía perseguido, cuando me venía en gana yo era el que me convertía en el perseguidor. Al principio no necesitaba hacer nada en especial. El miedo se difuminaba y el poder acudía a mi llamada. Después, fue aún mejor. Por grande que fuera el monstruo, yo era mayor, por rápido que corriese, mi agilidad no tenía límites… era el dios de mi pequeño universo. Un dios vengativo a veces, pero aquel era mi terreno. Lo primero que había aprendido era que el miedo otorgaba el poder… y me convertí en el miedo supremo. Pronto dejé de conformarme con romper cuellos y quebrar espaldas… antes de hacer eso prefería que mis víctimas supiesen lo que era el verdadero pánico. Yo se lo proporcionaba con gusto. En algunos momentos todavía recuerdo las garras, las alas membranosas surgiendo de la espalda… instantes de dolor que sólo eran eso, instantes. Después venía la libertad de saberme arriba del todo pirámide. Respeto y miedo se fundían en un todo en el que yo me había convertido en el rey de la creación.
Al contrario de lo que muchos pudieran creer, mi descubrimiento me llevó a ser más feliz durante las horas de vigilia. Seguía teniendo que enfrentarme a los mismos problemas, pero sabía que al final del día regresaría allí y las cosas que me asustaban tendrían que asustarse de mí… y busqué más.
No sé cómo lo hice, pues apenas me acuerdo de los sueños que tuve y los pocos recuerdos que conservo son en gran medida de las sensaciones que me producían, pero conseguí imponer mi voluntad sobre todas las cosas. Aquello sucedía en mi mente, así que era producto de ella. Lo que había creado podía ser cambiado, sólo había que encontrar la manera. Tardé muy poco en darme cuenta de dónde se encontraban los ladrillos de mi pequeña realidad. Fue mucho más fácil que mis primeros y dubitativos pasos. La realidad, las pautas que la componían, eran más sencillas de manejar que la propia percepción de mí mismo. Entonces fue cuando me convertí en el verdadero diosecillo de mi mundo, haciendo y deshaciendo a gusto. Los cielos grises podían ser azules, o negros o violetas. Lo que había pasado antes podía volver a pasar, en un ciclo interminable, o desaparecer en el olvido. Había tantas posibilidades que descubrirlas en una sola noche me fue imposible.
No tengo que explicar la decepción que tuve al día siguiente, cuando sonó la alarma y tuve que regresar a la vida que me esperaba fuera del mundo de los sueños, donde era alguien del montón, tanto en los estudios, como en el resto de los aspectos de mi vida, que si se podían contar de algún modo, era a golpe de fracasos.
Una nueva noche y una nueva oportunidad de probarme. Había demostrado poder cambiarme a mí mismo y poder cambiar lo que me rodeaba, pero ni tan siquiera podía rozar la realidad que se alzaba al otro lado de las paredes de mi pequeño reino. Aquél era un momento tan bueno como cualquier otro. Ya no era un bebé gateando. Era el señor de los sueños, tenía conciencia de muchas más sutilezas de las que tenía conciencia cualquier otro hombre… había atravesado cada una de las barreras que me había propuesto desde que me clavaron aquellos palillos en los ojos. Entonces descubrí que podía ver. En aquel momento, ver no era nada para mí. Sólo la manera de llegar… y ni siquiera eso, la vista se había convertido en un sentido demasiado mundano. Todo era pensamiento, energía electroquímica liberada de forma aleatoria. Para los demás era aleatorio, para mí era algo más parecido a un arte. Tomé mi forma más aterradora y me preparé para el siguiente salto, para explorar los reinos que los demás utilizaban tan poco y tan mal, expandí mis límites hasta lo imposible y entonces…
Allí estaba él.
Creo que su rostro, pálido y rodeado de sombras, fue el único recuerdo claro que me permitió conservar de mis cortos días de gloria. Eso y que no tuve fuerzas para enfrentarme a él, que perdí sin ni siquiera luchar el primer asalto. Visto y no visto. Se acabó.
Al día siguiente desperté como cada mañana. Nada parecía haber cambiado.
Pero cambió. Desde entonces no he podido volver a mis sueños; han quedado aparcadas, pero sólo cuando despierto me doy cuenta de que he soñado, nunca antes. Aquello que me hizo especial se fue. Con un gesto y una mirada. Ahora sólo soy un hombre más, atado a la tierra, a los intereses hipotecarios y al mundo de la vigilia durante veinticuatro horas al día.
¿Podría haber sido diferente?
Por supuesto que en ocasiones me lo pregunto. Fui un rey y perdí mi reino, ¿quién en su sano juicio no lo haría? Tal vez habría alcanzado los de otros y les habría mostrado hasta donde podrían llegar, dándoles la oportunidad de imaginar todos unidos. La oportunidad de mejorar dentro de sus propios sueños, de discernir el verdadero aspecto de la realidad a través de las realidades de otros. La oportunidad de ver a través de los ojos de sus enemigos, de comprenderles…
O tal vez no.
De las pocas memorias que conservo muchas son sobre aquello que aprendí al principio, del poder que me otorgó el miedo. Tal vez me habría convertido en la pesadilla de muchos al tratar de evitar las mías propias.
No lo sé.
Lo único cierto es que una vez fui algo más que un hombre y ahora voy a mi trabajo, paseo, como, bebo y duermo como todos los demás. Lo que podría haber pasado ya no importa.
Desapareció con las primeras luces del alba.
Y desperté.

Otros Relatos: Descenso

Dedicación, eso era lo único que había mostrado a su empresa durante más de treinta años (Forshire Insurance Company, 13,5 millones de libras esterlinas facturados durante el último año fiscal y dirigida por Arthur B. Forrester) y las nulas satisfacciones que ésta le había reportado, la última había sido la negativa al ascenso que le correspondía por antigüedad, no iban a ser nada comparadas con lo que sucedería unos minutos después de entrar en el acristalado edificio de sus oficinas centrales.
John (Kilbert, John, 63 años, secretario de recursos humanos, casado, sin mascotas y con dos hijos), vestido con su traje gris (comprado en el Mark’s & Spencer de Avemaria Lane, por 234,95 libras), se había presentado ante su superior directo, el señor Tibault (Tibault, Raymond, 58 años, inspector de la sección de recursos humanos, casado, dos perros y una amante), quien le había mandado llamar y le había entregado un sobre con las condiciones de su cese. El inspector Tibault había levantado una ceja al hacerlo y, por un miserable instante, había separado su puro de su enorme mostacho manchado de nicotina. No dijo nada, al igual que no dijeron nada sus compañeros de oficina en la aseguradora o su propia secretaria, Susan (Sommerset, Susan, 42 años, secretaria, soltera, un gato y sin perspectivas), que se limitó a mordisquear el capuchón de su bolígrafo y a murmurar un lánguido “hasta luego”, demostrando que no había estado escuchando nada de lo que le había dicho.
Después, regresó a su casa por el camino acostumbrado (Blackfriars a Kentish Town con la British Rail) y saludó a su esposa (Kilbert, Mary, apellido de soltera Mayhew, 61 años, ama de casa, casada, un periquito y dos hijos). Cuando le dio la noticia de su despido, ella se escudó tras un gesto indiferente, mojó una pasta en su té y continuó leyendo la revista de moda y asuntos del hogar que tenía sobre la mesa. Tampoco Fred (Alberts, Frederick, 43 años, controlador aéreo, soltero, asesor de inversiones en sus ratos de ocio y fumador), su vecino más cercano, con el que había compartido interminables tardes en el pub de la esquina, fue capaz de decirle nada más que un “buenos días” que sonó tan apagado como el resto de las escasas frases que había escuchado durante el día.
John Kilbert (Kilbert, John, 63 años, parado, casado, sin mascotas y con dos hijos) pasó la tarde sólo, recordando los viejos tiempos en los que todo lo que hacía le ilusionaba, con una jarra de cerveza en la mano y sin terminar de apurarla. Cuando ya comenzaba a atardecer, la dejó en la barra, como tenía por costumbre, y se dispuso a pagar. El camarero, uno nuevo, el antiguo se había retirado el año anterior a un pequeño chalet en la Costa del Sol española, le sonrió con un gesto vacuo y no quiso aceptar su dinero. Se guardó el billete de cinco libras y emprendió el camino de regreso a casa, aunque lo hizo por la ruta más larga, ya que ésta no distaba más de cinco minutos de allí.
Con su sombra reflejándose en los charcos (humedad 70%, riesgo de precipitaciones 74%, presión atmosférica 987 mb y descendiendo), continuó con los recuerdos de lo que había sido su vida hasta el día anterior, como si se dispusiera a escribir un siniestro epitafio para sí mismo. Las luces de las farolas, espaciadas, con grandes sombras entre ellas, casi llevaron a su memoria los recuerdos de su niñez, de los días en los que los campos abiertos habían sustituido a la gris rutina de la gran ciudad, con los altos edificios de la City londinense dominándolo todo a su alrededor. Por primera vez en muchos años, sintió nostalgia de aquellos tiempos y una sensación de ahogo recorrió su pecho. Soltó el nudo de la corbata, tan gris como la rutina y algo más oscura que su traje, y sintió la necesidad de regresar lo más pronto posible a su casa.
De dos plantas, fachada de madera y casi ciento cuarenta años de antigüedad, había sido elegida por Mary al poco tiempo de casados. Gran parte del salario ganado en la aseguradora había sido invertido en ella y buena parte de él se había ido gastando en solucionar el millar de pequeños inconvenientes que habían ido surgiendo: humedades, goteras en el tejado de pizarra, el estallido de la caldera durante un invierno especialmente frío... a aquellas alturas de su vida ya casi podía asegurar que la mitad de la casa era suya, aunque el resto continuaba perteneciendo al banco (Barclays, interés variable). Otros treinta años ahorrando hasta el último penique y podría dejar a sus hijos algo que no fueran deudas. Eso si conseguía otro empleo...
Aproximó su mano a la cerradura. La llave le temblaba en ella y las gotas, gruesas monótonas y grises, comenzaban a mojar su traje, oscureciendo las mangas y empapando sus hombros caídos tras tantas horas de estudios de mercado y reuniones interminables. El metal rozó contra el metal con un chirrido inacabable y acabó por encajar. La giró... o trató de girarla. La puerta no se abrió. Mary, seguramente, había olvidado la llave al otro lado, dejando el cajetín bloqueado. Llamó al timbre y éste sonó con una suave melodía (la Primavera de las Cuatro Estaciones de Vivaldi) que fue apagándose poco a poco. Tampoco entonces consiguió que le abrieran. La aporreó con fuerza para hallar el mismo resultado.
Haciendo un esfuerzo, se encaramó al poyete de la ventana que había junto a las escaleras, los tres escalones que conducían hasta la puerta. La luz estaba encendida dentro y podía ver la sombra de Mary sentada frente al televisor, iluminándose con los destellos azulados e intermitentes de la pantalla. De ve en cuando agitaba las manos, como si respondiera a las preguntas que Mike Donovan (Donovan, Michael, 39 años, presentador de televisión, ídolo de las mujeres de mediana edad y probablemente homosexual), el presentador de su reality show favorito, hacía a sus invitados. Los brazos estaban a punto de cederle cuando una mancha negra pasó por delante de la ventana y saltó contra el cristal, deteniéndose a escasos centímetros. Cayó hacia atrás, tropezando y trastabillando hasta caer en uno de los numerosos charcos que poblaban la calle. Su manga derecha se enredó con la verja que rodeaba la entrada y se rasgó con un susurro, se golpeó la cabeza y su pelo cano comenzó a cubrirse de sangre.
El enorme perro negro ladró a través de la ventana, llenando de babas y vaho el cristal y John (Kilbert, John, 63 años, parado, casado, un enorme perro negro y con dos hijos) se acurrucó contra la verja con el corazón en un puño. Aquello hizo que Mary se levantara por fin y acudiera a apartar al ruidoso animal antes de que escandalizara a todo el vecindario. Durante un instante, miró por la ventana mientras tiraba de la correa hacia atrás y le reñía como si se tratara de un cachorrillo. Sus ojos pasaron sobre él y a través de él, como si no le viese o no le quisiera ver. Gritó, tratando de llamar su atención, pero ella no se detuvo y, tirando del animal, regresó al sillón. Se lanzó hacia la puerta de nuevo. La llave y el llavero del que colgaba ya no estaban allí. Aguardó durante horas sin que nadie pareciera verle tampoco. Sucio, manchado de barro, con un feo corte en la cabeza y con el aspecto de un vagabundo desarrapado, John (Kilbert, John, 63 años, parado) se alejó de allí buscando algo que llevarse a la boca dos días después, tras ver como sus propios hijos pasaban de largo ante él.
John terminó por desaparecer entre las grietas.

Otros Relatos: Wendigo

Wendigo. Le había parecido escuchar aquella palabra justo antes de salir de la cafetería del viejo Tonibee y montar en su grúa. Por lo que tenía entendido, era una palabra india o algo así, que se refería a un espíritu de los bosques y los páramos helados. Para Wendall aquello era intrascendente. Suficiente tenía con la realidad que, en casi toda Alaska, consistía también en hielo y nieve, sobre todo en aquella época del año. Y la realidad decía que ya era hora de ponerse en marcha e ir a trabajar.

Había sido cerca de veinte minutos antes de que sus faros comenzaran a iluminar a las furgonetas aparcadas a la entrada del bar, cuando la radio había empezado a sonar y había recibido el aviso: debía ir a retirar un Hummer que se había ido a la cuneta a quince millas de allí, en dirección a Cicely. Se lo había tomado con calma. El canal meteorológico había anunciado que la noche iba a ser mala, aunque no más que las anteriores, y estaba cansado de pasar frío. Tenía tiempo para un par de copas sin que le echasen en falta. Había tomado nota y había dicho a Frank que él mismo se ocuparía. Pasó las cabinas de un par de grandes trailers, atascados por la nevada, apagó el motor y cortó las luces. Dentro estaría mejor durante un rato. Al menos no se congelaría los jodidos dedos.

El bar-cafetería-motel de Tonibee era un tugurio de carretera, perdido en mitad de ninguna parte, construido sobre lo que en tiempos de los colonos había sido una granja y con un letrero justo a la entrada, con neón de varios colores y anunciando que se alquilaban habitaciones por horas. Todo el mundo sabía lo que aquello significaba. Y a todo el mundo le traía sin cuidado. Al entrar, una nube de vaho y humo le había recibido. La mayor parte de las mesas estaban vacías. Sólo algunos hombres del pueblo, un par de camioneros y Howard, el ayudante del sheriff, se encontraban allí. Les había saludado con un movimiento de cabeza al que respondieron levantando sus cervezas, había pedido un whisky a Rebecca, la joven esposa del viejo Jack Tonibee, y se había acodado un rato en la barra, para entrar en calor tanto por dentro como por fuera.

—Uno doble, Becky —había dicho.
—¿Con hielo?
—No me jodas, suficiente hielo hay ahí afuera para que me agües el whisky. Mejor trame la botella y un vaso. Jack siempre lo hace.

Dejó la botella donde le había dicho. No era una mala chica y tenía unas buenas tetas, pero no llevaba demasiado tiempo en el pueblo, apenas dos o tres meses desde que apareció del brazo del viejo. Demasiado joven y bonita para él, las malas lenguas ya se habían encargado de despedazarla. Decían que era una buscavidas. Si se había ido con él por el dinero… no sabía donde se había metido. Se había servido el primer vaso y estaba apurándolo, cuando una mano se apoyó bruscamente sobre su hombro.

—Wendall, no es una buena noche —le había dicho una voz áspera, que al seguir el brazo cubierto de franela a cuadros resultó ser la de Al, uno de los borrachos semioficiales de los alrededores—. Quédate aquí y disfruta.

Fue entonces cuando se había dado cuenta del accidente que le esperaba y de que, si había llegado hasta allí, era para algo. Había dejado un billete de cinco pavos sobre la barra y, con un ligero tambaleo, había ido hacia la salida poniéndose los guantes. Varios brazos se habían levantado en señal de reconocimiento. Entre las despedidas, la voz de Al le había llamado por su nombre, aunque había resonado como aquella palabra —Wendigo—, pero ya se sabía, con dos copas de más era capaz de decir cualquier cosa.

Los faros habían iluminado la pared de madera como dos círculos de luz amarilla, recorriendo después las matrículas de los todoterrenos y las furgonetas, manchadas de barro y medio cubiertas de una nieve que no dejaba de caer. La dirección chirrió al girar para dirigirse hacia la salida de la carretera. Los intermitentes se iluminaron, reluciendo débilmente sobre el blanco, casi al mismo tiempo que las intermitentes luces de neón. Algo, un zorro o un perro, se había cruzado entonces, obligándole a frenar en seco y con el corazón en un puño. En el canal meteorológico todo era nieve, había sonreído ante la ocurrencia. Después había girado el dial hasta que las canciones navideñas desaparecieron y comenzó a sonar una balada country; de la Parton sin duda.

La carretera apenas podía verse, los árboles, delgados, altos y cargados de nieve parecían a punto de irse abajo. En parte ya habían comenzado a hacerlo. Ramas rotas invadían la carretera, prácticamente invisible bajo la nevada. Sabía que estaba allí, había conducida por ella tanto de día como de noche, en invierno y en verano. Podía hacerlo con los ojos cerrados y un brazo atado a la espalda. Las señales pasaban ante él. Eran pocas las que sobresalían de la nieve. Cantwell, Ruta 8, decía una de ellas. Eso quedaría a unas nueve millas del pueblo. A partir de allí tendría que ir con más cuidado. Con un rugido, la ventisca empeoró y Dolly Parton se fue con ella. Una sombra pasó, veloz, junto a su puerta.

—Frank, ¿me recibes? Estoy a diez millas esto va de mal en peor…

Las ráfagas de viento hacían que la nieve se arremolinara, mientras aullaba entre las montañas, bajando por los valles con un sonido ensordecedor. Redujo marchas y se puso a veinte millas por hora, deseando llegar y dar la vuelta. Los limpiaparabrisas trabajaban a toda velocidad, sin dar abasto.

—… shhhhh… shhhhh…

La radio estaba tan muerta como el country. La desconectó con un golpe, notando el frío del metal a través de sus guantes. Después, luchó con el control de la calefacción. Debía haberse ido otra vez a tomar por culo, como durante las últimas semanas que funcionaba cuando quería. Le había resbalado entre los dedos y había tenido que quitarse el guante con la boca. Una mala idea. Algo —algo grande— se cruzó delante de la grúa y tuvo que dar un volantazo, a ciegas…



El vapor del radiador hacía tiempo que había dejado de elevarse y se había convertido en una fina capa de cristales trasparentes. El termómetro que había junto al cuentakilómetros hacía tiempo que se había quedado clavado en el mínimo. Los restos de calor de la jodida calefacción hacía tiempo que se habían evaporado. El vaho se acumulaba y golpear el volante hacia rato que se había vuelto doloroso. Y la petaca… había olvidado rellenarla donde Tonibee. Dos ojos rojos le miraban desde la nieve, en lo alto de la cabeza de un ser monstruoso, aguardando, pacientes. Respirando profundamente…

—… shhhhh… shhhhh…

—Frank… ¿me escuchas? —susurró Wendall por el comunicador con las escasas fuerzas que le quedaban, sin apartar los ojos de la cosa que Al había nombrado entre sus balbuceos—. Hay algo ahí afuera. Me ha sacado de la carretera. ¿¡Hay alguien ahí!?

—… shhhhh… shhhhh…

Los ojos, rojos, cada vez más cercanos, mirándole desde arriba, entre el vapor. El viento aullando junto a las puertas, tan lleno de nieve que el propio aire se había congelado. Apenas salía vaho de su boca cada vez que respiraba. Más cerca, cada vez más… tenía que haber hecho caso al viejo Al. ¡Por qué no le había hecho caso! Iba a por él, acabaría con él si no escapaba, si no ponía tierra por medio…

—¡Manda alguien, por lo que más quieras! ¡Creo que es el Wendigo! ¡Tengo que salir de aquí…! —gritó, como última llamada de auxilio, mientras sus dedos se trababan con el cierre del cinturón de seguridad. Los ojos, tan cerca… abrió la puerta de una patada y salió a la nieve, dejando el auricular colgando sobre el asiento.

—… shhhhh… shhhhh…

Nadie volvió a ver a Wendall. Cuando llegaron hasta su grúa, dos días después, se encontraba a pocos pasos de donde había quedado el vehículo que iba a buscar con sus luces de situación todavía luciendo. Las puertas de su destartalada grúa estaban abiertas y dentro no había nadie.

Otra víctima más del Wendigo.

Otros Relatos: Prisión de Sombras

La celda era oscura. Olía a humedad, a paja podrida y a otras cosas que era mejor no imaginarse. De cuando en cuando, algo, peludo y pequeño, pasaba junto a sus pies. Sería una rata, pero, con el paso de los días, también se había convertido en su única compañera.
Antes de ir a parar a allí, había sido… no, su aspecto daba igual. En la profunda penumbra, todos eran idénticos. En el fondo del pozo, del que nadie salía, todo carecía de importancia. Nadie vivía demasiado tiempo, entre las frías paredes de piedra que rezumaban como si sudasen. Los huesos no tardaban en agarrotarse y el corazón se detenía, durante la vigilia o dentro de un simple sueño. En aquella cárcel sólo existía una pena y nadie atravesaba dos veces su puerta.
Por eso, sentir al roedor cerca, le servía de aliciente. La muerte no tardaría en rondarle, buscando la manera de ocupar el estrecho espacio que le albergaba, pero mientras el animal estuviera cerca, de alguna manera, ocupaba el sitio reservado para la parca. Si la vieja huesuda encontraba la forma de abrirse paso, iban a estar los tres muy apretados.
Así pensaba en sus días buenos, porque en los malos, que eran la mayoría, dedicaba las horas a llorar desconsolado. Sólo tomaba un descanso para roer el trozo de pan y beber el agua, caliente y con sabor a orines, que le pasaban a través de la puerta. Después, seguía llorando y gimiendo, igual que lo hacían el resto de los prisioneros, a los que no había conocido y jamás llegaría a ver. Cada uno en su celda, cada uno aislado de los demás por su propio dolor. Pero ni siquiera en esos amargos días se olvidaba de dejar algunas migajas en una de las esquinas de la mazmorra.
Y, todos los días, aquella pequeña criatura peluda regresaba para recoger su botín.

Hacía mucho que había desistido de llevar la cuenta del tiempo. Al principio lo había hecho con una tiza, pero después había desistido, al comprender lo inútil que resultaba, ya que nunca iba a salir de allí y ni siquiera tenía manera de saber cuánto había pasado en realidad. Sin embargo, en la pared, donde la humedad era menor, todavía permanecían, blancuzcas y reluciendo entre las tinieblas. Eso le daba esperanza. Falsa, pero era mucho más de lo que tenían los otros presos.
La razón por la que había acabado allí hacía mucho que había dejado de tener importancia, desde antes incluso de haber terminado de trazar líneas en el muro de piedra. Ya ni recordaba qué era lo que había hecho para merecer aquello o si de verdad lo merecía. Matado, robado o engañado, podía haber sido cualquiera de esas cosas. Una vez dentro de la celda, había preferido sustituirlo por el pesar, la oscuridad y la condena.
Pero volvamos a las tizas y a las pálidas marcas abandonadas en la pared. Aún entre las tinieblas, su brillo era capaz de atraer la mirada del recluso. Cuando las lágrimas le dejaban ver, pasaba las horas muertas observando su resplandor y pensando en el sol y en sus cálidos rayos golpeándole el rostro. Un día —o una noche, allí dentro eran lo mismo— a sus reflejos blancos y al tibio contacto de la rata, se unió algo más. Imaginó un prado extenso y reluciente, lleno de viento, y el sonido de un caramillo. Cuando quiso darse cuenta, estaba en el calabozo y la flauta seguía allí. Al otro lado del muro. Lejana pero real. Más real que nada que hubiera escuchado nunca.
Entonces desapareció y sólo quedaron los apagados gemidos que le rodeaban.

No sabía si lo estaba soñando o era real. La música le había cogido de improviso, apartándole de la pesadilla en la que estaba sumido y permitiéndole escapar. No se atrevió a abrir los ojos por temor a que desapareciera de nuevo, como la otra vez, como las otras veces que había tratado de seguir su melodía y la había perdido. Entonces duró algo más. Era una tonada triste, aunque, a través del instrumento, sonaba dulce. Sintió como su corazón, agarrotado por el frío y el sufrimiento, empezaba a descongelarse. Los recuerdos de su vida anterior se abrían paso con cada uno de los compases. Un dolor nuevo, punzante y desesperado, atravesó su pecho, obligándole a abrir los ojos. La música desapareció un instante después. La conocía. De antes de la prisión. De su otra vida.
La rata no volvió durante lo que pensaba que fueron varios días y con su falta regresó el temor a que la parca se abriera paso hasta el estrecho cubículo. El malestar que había sentido en lo más profundo de su alma, atraído por sus recuerdos, tampoco volvió. El frío, la rigidez en sus piernas y brazos, doblados por la falta de espacio y entumecidos, se hizo más evidente. Sin la compañía de aquella criatura, sólo le quedaban las marcas de tiza de la pared y éstas soportaban mal la humedad, que las convertía en largos regueros que descendían para luego desaparecer. La penumbra se cernía alrededor de él y en aquella ocasión era absoluta, sin una luz que la difuminara y la hiciera soportable.
Podía escucharla entre los quejidos amargos de los otros cautivos: la huesuda estaba cerca, acechándole.

Pasó mucho tiempo. Las señales hechas con tiza se habían ido como si jamás hubieran existido y nada se movía a su alrededor, en una celda que cada día se hacía más pequeña. La flauta sólo sonaba en sus sueños, pero su música era fea, desacompasada. No era la que recordaba, la que le provocaba aquel dolor en el corazón que hacía que su pecho ardiera. Tampoco duraba mucho. Los gritos de agonía le ponían fin a los pocos compases, superponiéndose a ella y transformándola en una grotesca pesadilla.
Al final, acabó olvidándose de dejar las migas a la rata y pensar en su presencia comenzó a repugnarle. La imaginaba trepando por sus piernas e, incluso, mordisqueándole los dedos y las partes más tiernas de su nariz y sus orejas. Entonces gritaba y se agitaba con fuerza, dando patadas hacia todos lados. Pero claro, el animal no estaba y todos sus golpes se perdían en el aire o contra los muros, produciéndole todavía más dolor. No cejó hasta que sus talones y nudillos se amorataron. Ese día dejó de moverse también y se quedó tendido, hecho un guiñapo entre la paja sucia.
El frío se hizo entonces más fuerte en su interior y el silencio le rodeó.

Sólo podía escuchar los latidos de su corazón, bombeando sangre cada vez más lento, con el tañido de una gran campana que fuera perdiendo su fuerza. Incluso los chillidos de los otros prisioneros desaparecieron, sustituidos por aquél sonido que repicaba en sus oídos, haciendo que sus tímpanos se hincharan y le hicieran gemir de agonía. No notaba los dedos de los pies y todo el lado derecho de su cuerpo había perdido las fuerzas. Los huesos le pesaban igual que si estuvieran hechos de plomo y los notaba fríos, entumecidos de alguna extraña manera. Su propia respiración sonaba entrecortada, llena de un esfuerzo inhumano que en sus oídos se unía a aquellas irregulares palpitaciones.
Sentía cómo su último aliento se le escapaba, cuando, en lo más recóndito de la cárcel, empezó a escuchar las notas del caramillo. Suaves, elevándose en una compleja danza de notas. Hermosas, ardientes y dolorosas. Se alzaban siguiendo escalas que el nunca había conocido, que no se había atrevido a imaginar. El pecho le ardió con cada una de ellas, provocándole un sufrimiento atroz que era aún peor que el del frío y el ahogo húmedo. Un recuerdo le asaltó entonces, una imagen única, flotando en la negrura que se extendía a su alrededor. El mismo prado con el que había soñado otras veces y, en él, una muchacha que tocaba la flauta.
Pero aquella vez no trató de escapar de la quemazón y se aferró a la música. A su tristeza y a su alegría. Olvidó la rata y las tizas y su desesperación por no estar encerrado en la oscuridad. Y supo que si estaba allí, era porque se lo merecía, pues a aquella cárcel sólo iban los que habían matado, robado y engañado y él había hecho las tres cosas. Lo que le sucedía, era algo que se había buscado él mismo y tendría que pagarlo aunque supusiera alentar a la parca.
Entonces, nada más admitir su culpa, la celda en la que se encontraba se tornó aún más estrecha de lo que era y le comprimió el vientre y la espalda, y, después, incluso los brazos y las piernas. El ardor que sentía en el pecho le quemaba como el fuego y su corazón latía desenfrenado. Con un último espasmo, las paredes se combaron alrededor suyo, empapadas como siempre, aunque entonces cálidas y mullidas. Aplastándole, empujándole. Fuera.
Y nació a la luz.

Otros Relatos

Aunque empecé ayer, a partir de hoy voy a añadir a Crónicas de Drashur una serie de relatos que no pertenecen al mundo de Urnas de Jade y que, en la columna de la derecha, figurarán bajo la etiqueta de Otros Relatos. El primero de todos será Prisión de Sombras, que colgué ayer en Fuera de las Urnas, y le seguirán otros. La mayoría ya se encuentran en Fuera de las Urnas pero irán cayendo otros nuevos.

Un saludo a todos.

martes, 14 de agosto de 2007

Deidades: Elassath

Elassath, el Señor de las Profundidades, es el Dios de lo que habita bajo la superficie de las aguas y sobre ellas. Tiene gran aceptación entre los marinos, siendo común, sobre todo al sur del río Theraid, que los barcos lleven abordo una representación suya, a la que se ofrecen ofrendas en los días anteriores a la partida.

ORGANIZACION: El centro del culto dedicado a Elassath por los Amebdhal se encuentra situado en el templo de Carisimel, donde se conserva la mayor efigie de Elassath de todo el continente y una de las pocas que sobrevivió a los enfrentamientos con los hirashim en los Cinco Escalones. Entre los Amebdhal no se da demasiada importancia al rango de manera formal, los sacerdotes comunes, sea cual sea su posición, se tratan entre sí como hermanos y a los dirigentes de los diversos templos se les llama sencillamente padres. Existen también Maestros Sanadores y Videntes de las Aguas, pero estos son puestos que ocupan los que el destino marca para ello y el rango no tiene importancia alguna en ellos. El padre del templo de Carisimel es el guía espiritual de toda la Iglesia de Elassath. Sólo se reúne con los padres menores en caso de que surja algún problema grave.

TEMPLOS: Los templos de Elassath están formados por una gran nave apuntada que tiene el aspecto del casco de una barca dada la vuelta. No se permite el paso a su interior a aquellos que no sean creyentes e incluso así es raro que se deje entrar a aquellos que no sean amebdhal. El interior está formado por un bosque de columnas recubiertas de mosaicos azules y verdes que cubre también paredes y techos, dándole el aspecto del fondo marino. Hay varios altares, dedicados a las diferentes ceremonias y ritos. Los amebdhal acostumbran a vivir en su interior en pequeñas celdas situadas en la parte contraria a la entrada principal, junto a las que tienen los comedores y cocinas.

RITUALES:
Comunes: Dos veces al día, con el cambio de marea, los Amebdhal se reunen en el interior del templo durante unos veinte minutos. Allí entonan salmos y dividen los donativos obtenidos por sus servicios en tres partes, una dedicada a caridad, otra para ser devuelta al mar y la tercera para el mantenimiento del templo. Durante el siguiente cambio de marea uno de ellos se encargará de devolver los presentes al mar tras una breve oración.
Extraordinarios: Los Amebdhal apenas realizan ceremonias del nombre, bodas o entierros. Estas ceremonias suelen reservarse para casos muy extraordinarios y celebrarse en alta mar.

OTROS SERVICIOS: Los Amebdhal se han especializado en interceder ante Elassath a favor de los barcos que aceptan a uno de ellos a bordo. Cobran una suma variable y determinada por el padre de la comunidad en forma de donativo por hacerlo.

martes, 7 de agosto de 2007

Geografía: Horst

Región y población militar guardiana del Paso de las Brumas. Es el primer bastión en la defensa del Límite Occidental. Los horstan la han reconstruido innumerables veces, ampliando las murallas originales y dándole el aspecto de estar siempre a medio hacer. Sus calles son estrechas y sus casas de piedra parecen construídas para resistir los peores terremotos e incendios... que fue precisamente para lo que fueron edificadas.
A pocas millas se encuentra el monasterio-fortaleza de Horst, que es la Casa Madre de la Orden de Kroefnir. Se trata de una fortaleza casi tan grande como la propia Horst y todavía más imponente. Supone el modelo original sobre el que han sido construídos todos los monasterios de la Orden.
Quien ha pasado un invierno en Horst no es capaz de explicar como es posible que el frío que allí hace sea tan helador. Soplan vientos sólo comparables con los del Páramo de Keinth o el Yermo que pueden arrancar la carne de los huesos pero que los horstan ignoran como si no existieran. El verano suele ser seco y confortable, aunque no son raras las temporadas de sequía.

GOBIERNO: Desde hace más de 300 años Horst se encuentra en un permanente estado de excepción en el que los generales dominan por completo la región. Los únicos tribunales que existen son militares y todo control que pudieran ejercer los gremios sobre el Señorío que una vez fue Horst hace ya mucho tiempo que ha desaparecido. Tantos años de guerra han convertido a los horstan en una copia de aquello a lo que se suponen deberían enfrentarse.

RELIGIÓN: La mayor parte de los horstan adoran fervientemente a Kroefnir, aunque hay quienes siguen las enseñanzas de Ifklar, algo más moderadas. Existen algunos grupos aislados de seguidores de Zariez entre la población, pero no resultan especialmente peligrosos ni dan la cara.

ECONOMÍA: Por increíble que parezca Horst apenas produce nada de lo que consume. Las pocas granjas aisladas apenas generan alimentos para el mantenimiento de la población y la subsistencia de la ciudad de Horst. La mayor parte de las provisiones provienen de Sodai y Gorimer, a los que les resulta más barato alimentar a estos excelentes “guardias de la frontera” vigilando a los demianos que mantener allí unos ejércitos que necesitan en otras partes.

SOCIEDAD: En Horst la mayor parte de la población son soldados o herreros. Cualquier otra profesión, más aún aquellas que no están orientadas hacia la guerra, está mal considerada y supone un insulto hacia la familia que puede ocasionar la expulsión de ella y el repudio. Los pocos artesanos y campesinos que viven en Horst son vistos como ciudadanos de segunda clase.

PERSONALIDADES
Kargon Haldrestaff: General de todos los ejércitos de Horst, dirige hasta el último detalle de la ciudad, desde los juicios, en los que actúa como juez de las causas más importantes, hasta la construcción de las fortificaciones. Se dice que desciende directamente de los Señores de Horst, familia que gobernaba Horst en tiempos antiguos y que resultó destruida en uno de los muchos enfrentamientos con los demianos.
Reilden Jalftheim: El Coronel Jalftheim lleva sirviendo al General Haldestraff desde hace tan solo unos años. Todavía demasiado impetuoso, vive entristecido debido a los continuos reproches que recibe por no haber participado en la guerra por parte de Haldestraff.
Alberius Kromdell: Sumo Maestre de la Orden de Kroefnir, antiguo guerrero de campo. Rige con mano de hierro a sus beligerantes caballeros, aunque en los últimos tiempos su memoria y oído comienzan a flaquear de manera alarmante.
Monseñor Destlin: Antiguo Caballero de Kroefnir, participó en la batalla de Demostadt donde se enfrentó personalmente a Demosian y perdió uno de sus brazos. Habita en una fortaleza al norte de Horst hecha a imagen y semejanza de la Casa Madre.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Deidades: Demosian

Demosian es adorado como Dios por los demianos. Aunque al principio se le conoció como el Elegido (o el Tocado) de Zariez, acabó por imponer el culto a su personal, pasando de ser considerado un semidios a una deidad con todos los derechos de éstas. Este proceso es conocido en los Reinos Libres como la Herejía Demiana que, aunque perseguida, ha sido siempre un problema menor comparada con el potencial destructivo del propio Demosian. En el Yermo se ha representado a Demosian de muchas maneras distintas, algunas de las cuales se asemejan a las de Zariez. En los estandartes demianos se utilizan como símbolos suyos partes de armaduras cubiertas de pinchos y sangre.

ORGANIZACION: En la actualidad, tras la caída de Demosian, su religión está regida por la Jerarquía, un conjunto de sacerdotes-hechiceros. Sobre ellos se encuentra el Sumo Jerarca Wost, un antiguo general que es quien dirige tanto la Iglesia Demiana como el gobierno de Demostadt. Por debajo de ellos la organización es casi inexistente. Algunos sacerdotes mantienen sacrificios rutinarios y amenazan al resto de los demianos con castigos inimaginables el día que Demosian regrese con ellos si no le son fieles.

TEMPLOS: Los templos dedicados a Demosian están construídos con piedra oscura y, en ocasiones, planchas de hierro negro de las que surgen millares de garfios. Continuamente sale de ellas una columna de humo negro y apestoso, ya que en ellos se queman tanto los cuerpos de sus fieles muertos como los de los esclavos sacrificados.

RITUALES:
Comunes: No es raro presenciar algún sacrificio cada mañana, lo normal es que se trate de esclavos que por ser viejos o sufrir alguna enfermedad resultan inútiles para sus dueños. Tras estos se leen pasajes de las palabras de Demosian y se anuncian terribles castigos para los infieles. También son habituales las Luchas en el Foso como manera de sacrificio, aunque éstas se desarrollan a niveles más altos que el común entre los demianos.
Extraordinarios: No es muy común que se desarrolle ningún otro acto, ya que los demianos no han dejado de ser los bárbaros que siempre fueron. Las bodas de los nobles se celebran por todo lo alto y es habitual que al menos un Jerarca las oficie. Para los demianos la fiesta de Medrash es especialmente importante, aún más que para el resto de los pueblos, ya que Demosian en persona ordenó que se siguiese de forma inflexible.

OTROS SERVICIOS: Ninguno. Los Jerarcas son muy respetados y temidos por los demianos y sus sacerdotes también lo son por cercanía a ellos. Pocos son los que les quieren, pero el miedo que causan es para ellos más que suficiente.