domingo, 30 de diciembre de 2007

El último post del año...

Lo he intentado varias veces a lo largo de estos últimos días, pero he sido incapaz de escribir más que unas pocas líneas y después las he borrado. La producción literaria va bien (en un mes o dos terminaré el siguiente proyecto) y ya escribí el relato correspondiente al Tierra de Leyendas de este año (mirad en sedice.com) los que no sepáis de que os hablo.
Espero que en unos días se sepa quienes son los finalistas del Minotauro 2008, cosa que debería saberse desde hace una semana o más si hubiera sido como el año pasado. Supongo que me quedaré fuera... otra vez. Si no es así, menuda sorpresa.
Por lo demás, y ya en relación con aquello de lo que trata este blog, la distribución de Urnas de Jade: Leyendas sigue lenta pero segura y es de esperar que cyberdark reponga no tardando mucho. Para la entrada de año anunciaré una especie de concursillo que llevo pensando un tiempo y, a lo mejor, una presentación.
Sólo a lo mejor.
De verdad que estoy muy vago.

jueves, 13 de diciembre de 2007

¡Pero que contento estoy!

Sigo aquí, autociomplaciéndome (aunque de un modo casto y con las dos manos sobre el teclado), mirando Urnas de Jade en la estantería y pensando: ¡Vaya pedazo de tocho que he escrito! Lo tengo desde ayer, cuando los buenos señores de correos tuvieron a bien dejarme la notificación de su llegada. Uno en la estantería, como he dicho, y los otros todavía en una caja. Si no me siento demasiado vago, esta tarde mandaré unos cuantos a ciertas personas.

El resto (si es que queda alguien más que le interese) tendrá que esperar algo más. Estar, está en distribución, pero eso viene a ser un limbo igual que decir que no está en ninguna parte, ni lo tiene el editor, ni en la imprenta ni en las tiendas. En una o dos semanas a lo sumo empezará a aparecer en los estantes (espero) y en las tiendas de intersnete. Y antes de eso le haré una foto y la colgaré a los pies de esta entrada.

Aparte de eso, poco que contar. Estoy escribiendo, como no, y es fantasía, claro. Pero no medieval. Es... otra cosa. Más cerca de Gaiman que de Tolkien. Y he terminado el relato que presentaré al TDL de este año en sedice.com. También me he puesto a maquetar una "cosilla" de mi buen amigo Meliot que espero veamos en papel no tardando mucho. Porque entrar en el espacio que le han ofrecido, entra. Por mis muertos.


Un saludo a todos.

Espero escribir más a menudo, pero no doy a basto.


Y es bastante más grueso de lo que parece.

viernes, 30 de noviembre de 2007

¡Habemus papam!

¡La semana que viene, en sus librerías Urnas de Jade: Leyendas, de Grupo AJEC!
¡Qué ganas tenía de decir esto!

Título Original: Urnas de Jade: Leyendas.
Autor: David Prieto Ruiz.
Editorial: Grupo AJEC.
Nº de Páginas: 400.
Cubierta: Calderón Studios.
ISBN: 978-84-96013-37-7.
Precio: 17,95 €.
Distribución: Distrimagen

viernes, 23 de noviembre de 2007

Y un pasito para coger carrerilla

Ya sé que estoy espaciando cada vez más las entradas, pero durante la semana no tengo forma de hacerlas y los fines de semana... pues no me apetece demasiado. Antes, durante este último verano de paro, era fácil. Ahora, como trabajador en el sector privado, pues no tanto.
Pero ésta es importante. Mucho.
Esta mañana he hablado con Raúl Gonzálvez, mi editor y me ha confirmado que Urnas de Jade: Leyendas ha salido de imprenta, aunque él todavía no la ha visto y yo menos.
Por eso quiero anunciar que, en algún momento de la semana que viene, la novela estará a la venta.
Compradla, desgraciaos, que en ella me va el pan de mis hijos.

Es coña.
A mis hijos, si tuviera, no les gustaría el pan.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Personajes: Ledan de Gülfstend

Había quien le consideraba un hombre hosco, pero, no fueron pocas las ocasiones en las que pudo vérsele fuera de la fortaleza de Gülfstendhall, la capital de su pequeño condado. Muchos coincidieron en que, aunque ausente en muchas de las celebraciones realizadas por el Rey de Sodai, sí estuvo presente en otras celebraciones menores y que, incluso, participó en fiestas y eventos en lugares tan alejados de allí como pudiera ser la Siempre Libre Ciudad de la Luna.
En lo que no existen tantas coincidencias es en su aspecto. No todos los presentes en aquellos actos fueron capaces de ponerse de acuerdo en cuanto a su edad, aunque sí en que ya no era un hombre joven. Pudiera ser que tuviera cuarenta o sesenta, pero su pelo se mantenía casi por completo negro y sus rasgos eran los de un hombre común, aunque curtidos por el viento y tallados por las inclemencias y las preocupaciones.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Tercer Avance de Urnas de Jade: Leyendas

II

NI UN MOMENTO DE DESCANSO

Los días que pasamos en Fyelan los recuerdo envueltos en una niebla gris. Al oír la noticia de que nos perseguían, y con el cansancio de meses acumulado a nuestras espaldas, no pudimos hacer otra cosa que ocultarnos. En cualquier otra circunstancia habríamos luchado para escapar.

Memorias de Qüestor Elendhal Tomo II

La misma noche invernal se cernía sobre el puerto de Fyelan al tiempo que otro falso comienzo tenía lugar allí. Había llovido durante todo el día y las calles mal empedradas se encontraban transformadas en barrizales. Aunque la lluvia ya había amainado hacía horas, una densa niebla amenazaba con empapar a los pocos transeúntes que, seguramente por necesidad, permanecían en la calle.

Fyelan era por entonces una ciudad populosa, con un importante puerto marítimo al que llegaban barcos de todos los señoríos y de los reinos del sur, cargados con todo tipo de mercancías valiosas. Hasta hacía escasas semanas, enormes buques arriaban sus velas en los muelles; pero aquel año el invierno había empezado muy temprano, obligando a los navegantes a vender sus productos al mejor postor para poder levar anclas antes de que el invierno recrudeciese.

Entre la niebla apenas podían verse los mástiles de una docena de navíos amarrados y un largo barco de guerra, varado en el dique seco, a la espera de ser calafateado tan pronto como el crudo viento del norte soplara con menos fuerza.

Aparte de las pocas personas que caminaban por la calle con paso acelerado a consecuencia del frío, el único rastro de vida humana, en el habitualmente ruidoso puerto, eran los sonidos apagados por la densa niebla y la luz mortecina de las ventanas de uno de sus toscos edificios. Aquella era una de las muchas tabernas situadas en sus márgenes, donde los marinos de los barcos anclados, aburridos por la inactividad, pasaban la mayor parte del día, y de la noche, bebiendo y contándose fantásticas historias sobre sus viajes.

Era un edificio bajo, construido en ladrillo rojo y con pequeñas ventanas cubiertas de mugre que dejaban pasar muy poca luz. Sin lugar a dudas había vivido tiempos mucho mejores que aquéllos. En aquel momento, a su alrededor se amontonaban restos de maderos e incluso una vieja chalupa desfondada que no hacía sino acentuar su ya decadente aspecto.

El Halcón del Mar, que tenía entre sus pocos méritos el ser la taberna más cercana al puerto, estaba abierto de continuo y rebosante de marineros borrachos que dormitaban sobre las mesas y en los rincones más oscuros, la mayor parte del tiempo dejando sus escasas pagas en cerveza e hidromiel. Su interior no era muy distinto a las otras del puerto de Fyelan, ni muy diferente a ninguna de los demás puertos. El aire viciado era una mezcla de olores a cerveza, humo, sudor y vómitos, y en el suelo se acumulaban restos de barro, paja y toda clase de porquerías. Aquello le daba el aspecto de no haber sido barrida desde que Fritz Belainen, su primer propietario, la inaugurara diecisiete años antes. Desde entonces, la tasca había pasado por las manos de muchos dueños, aunque siempre manteniendo el mismo aspecto: una docena de mesas manchadas por la cerveza derramada y tatuadas, una y otra vez, por los cuchillos de los marineros; bancos bajos pegados a las paredes y una chimenea permanentemente encendida que siempre fue alimentada de forma cuidadosa.

Un grupo de parroquianos bebía cerveza y contaba historias mientras reía con estruendosas carcajadas cuando la puerta se abrió dejando pasar el aire frío del exterior y algunos jirones de niebla que se diluyeron en el cargado aire de la cantina. De inmediato, atravesó el umbral un hombre embozado en una capa negra bastante humedecida por la bruma, que, tras cerrar la gruesa puerta de hierro claveteada, se dirigió a la concurrencia con una voz grave y áspera.

—Buenas noches. ¿Quién es el dueño?—preguntó con una nota de impaciencia.
Jaizel Noringer, un hombre de fuertes brazos y algo rechoncho por los años de tabernero, era el propietario del local desde hacía tan sólo dos años. En aquel instante se encontraba sirviendo unas jarras de cerveza y retirando los restos de otras. Advirtiendo la presteza que exigían las palabras del recién llegado, se volvió hacia éste.
—Yo soy el dueño del Halcón del Mar. ¿Qué quiere? —replicó con voz expectante, al mismo tiempo que dejaba la bandeja repleta de jarras de metal sobre una de las pringosas mesas.
—Me envían de la Compañía del Dragón Marino —dijo el desconocido mientras se quitaba la capa de los hombros, dejando ver el sable que pendía de su cinturón—. Me dijeron que en el Halcón del Mar me proporcionarían lo que necesitase.

Al oír estas palabras, los músculos de Noringer se relajaron y su preocupación desapareció, pues había temido que el recién llegado fuera a causar problemas. Con un gesto, le condujo hasta una de las mesas más apartadas del local.

El extraño tenía la mandíbula cuadrada, era moreno, bastante alto y mucho más joven de lo que Jaizel había pensado en un principio. Debía de tener poco más de veinte años, la mitad que el tabernero. Recogía su oscuro pelo en una larga cola de caballo que le caía hasta la mitad de la espalda y vestía completamente de negro. Por la forma de moverse ya había supuesto que se trataba de un luchador nato, pero no llevaba ninguna armadura, ni tan siquiera un peto de cuero blando, prendas típicas de las personas que se dedican a semejantes oficios.

—¿Cuándo podremos partir hacia Puerto Agreste? —preguntó con voz queda, alzando los ojos de la cerveza que acababa de servirle.
—El buque está listo, como todos estos años. Podrá partir dentro de tres días, al amanecer, con el cambio de la marea —le respondió, también entre susurros, tras meditar durante unos segundos—. Me alegra tener noticias de la Compañía, hacía ya tiempo que no recibíamos ningún informe y mi tripulación comenzaba a impacientarse.
—Supongo que la espera se ha hecho larga, pero de eso se trata, ¿no? —replicó el desconocido—. Un secreto no es tal si no puede mantenerse largo tiempo.
—Cierto es, pero parece ser que el del Halcón del Mar finalizará aquí —suspiró Noringer—. Si me disculpa, tendré que disponerlo todo y buscar a la marinería. Espero tenerlos despejados para nuestra partida. A propósito, ¿con quién tengo el placer de hablar?
—Perdone que no me haya presentado antes. Soy Lynguer de Jiriom, hijo de Sathlegaard, el Osado —susurró, bajando aún más la voz por temor a ser escuchado.
—Debí haberlo supuesto. Se parece usted mucho a su padre. Yo soy Jaizel Noringer, decimotercer y, por lo que veo, último tabernero del Halcón del Mar.
—Encantado de conocerle, capitán Noringer, mi padre me habló muy bien de usted. Conmigo irán cuatro pasajeros más. Nos reuniremos aquí el día de partida antes del amanecer —dijo a modo de despedida. Terminó su jarra de cerveza, se embozó de nuevo en su capa y salió de la taberna a grandes, y extrañamente silenciosas, zancadas.
—Creo que la tranquilidad se ha acabado —murmuró Noringer para sí mismo mientras terminaba de recoger las jarras y comenzaba a echar a los marinos borrachos.


Con las mismas largas zancadas que había utilizado para entrar en la taberna, el hijo de Sathlegaard pasó junto a los combados muros del templo de Elassath, el Señor de las Profundidades, a varias tabernas más y a un buen número de locales de dudosa reputación.

Aquella forma de andar era sólo una de sus peculiaridades, pues había muchas más que Noringer no había llegado a intuir. Eso no era algo que se le pudiera reprochar al capitán del Halcón del Mar, ya que se necesitaba bastante más tiempo que el que había tenido para llegar a darse cuenta del tipo de persona con quien se estaba tratando.
Mientras se alejaba tranquilamente, caminando en dirección contraria a la de la posada donde se encontraban sus compañeros, cualquiera habría dicho que era una persona común y corriente que regresaba a su casa después de un duro día de trabajo. Eso era lo realmente extraño en él, ya que, hiciera lo que hiciese, lo hacía con perfecta naturalidad, como si hubiera nacido para eso y no para otra cosa.

O al menos lo aparentaba a la perfección.

—No debí haber utilizado el Halcón del Mar tras evitar su ayuda durante todo este tiempo —se reprochó—. Pero si no lo hubiera hecho, Saeth se habría encargado en mi lugar y lo habría estropeado todo. Siempre se comporta como un buen chico ante él, como si no se notase que lo que quiere es su herencia… Bueno, al menos así no tendremos que estar aquí hasta la primavera —trató de consolarse.

Lynguer sonrió mientras intentaba ordenar todos los recuerdos dispersos que campeaban por su memoria. Muchas cosas habían sucedido desde que abandonaran apresuradamente Puerto Agreste para dirigirse a Dhao. Aquel viaje que debía haber sido un breve paseo a costa de la bolsa de Taith, el Anciano, se había convertido en una aventura que los cinco recordarían durante toda la vida. Una aventura que nada tenía que envidiar a las de su propio padre y que, por fin, finalizaría con su regreso a la ciudad del viejo mago.

—En cuanto lleguemos, iré a buscarla y todo quedará como antes —se dijo—. Sí, eso es lo que haré en cuan…
El grito de otra mujer interrumpió sus pensamientos. Una mujer bastante más cercana que la que le aguardaba en Puerto Agreste.


La hospedería donde Lynguer y algunos de sus compañeros habían tomado alojamiento era un lugar cálido y agradable. Era un edificio de tres plantas de piedra y madera que, aunque necesitaba algunas reparaciones no muy urgentes en su fachada, respondía a la perfección a sus necesidades.

En aquel momento, los dos asociados de Lynguer se encontraban en una de las habitaciones más amplias del piso superior, reconvertida en sala de estar. Qüestor, que vestía una camisa y unas calzas azuladas, tañía atento su lira, buscando los acordes apropiados para su nueva canción. Al cabo de un largo rato repitiéndolos, o eso le pareció a su compañero, el juglar se dio por vencido y dejó el instrumento sobre la mesa, apartándose con un ademán el cabello rubio que le caía sobre el rostro. Tenía el pelo cortado en una media melena y sus ojos eran grandes y luminosos. Eso, junto con su piel perfecta, hacía pensar que por sus venas corría sangre élfica. Su alta estatura y unos miembros largos y finos, aunque bien proporcionados, también apuntaban hacia esa posibilidad.

—Parece que hoy no estoy inspirado —musitó mientras rebuscaba en una de sus bolsas de viaje—. Creo que escribiré algo. Hace tiempo que dejé de narrar nuestras aventuras y ya es hora de que tome nota u olvidaré algún detalle importante —sacó de la bolsa un pergamino a medio escribir, tintero y pluma. Con cuidado, lo extendió sobre la mesa y alisó una de las esquinas.
—No sé para que te molestas —dijo el otro hombre [...]

sábado, 3 de noviembre de 2007

Segundo Avance de Urnas de Jade: Leyendas

I

¿DÓNDE CREES QUE VAS?



Nunca supe lo que vi en aquel muchacho. Había determinación en sus ojos. Tal vez vi en ellos un reflejo de mí mismo, de cómo era… o de cómo debería haber sido.

Del Diario de Sandureyt

Los comienzos, como los finales, no existen como tales. No puede decirse cuando empieza determinada historia ni cuando terminó la anterior. Podríamos decir que ésta lo hizo aquí del mismo modo que lo hizo cuando Taith tomó la inesperada decisión de oponerse a su destino o cuando el loco Demosian exhaló su último aliento… y no sería cierto. No hay finales ni principios.

Digamos entonces que esta historia no comenzó un día de invierno en el mercado de Fyelan. Aquél no era un día frío, sino uno de esos días radiantes en los que parece que el cielo se haya olvidado durante unas horas de las nubes y reluce con un azul puro y sin mácula. El cielo estaba vacío de nubes, sí, pero no pasaba lo mismo allí abajo, entre los edificios de piedra y madera de la antigua ciudad del norte. Una marea humana se deslizaba, atestando hasta la última pulgada de adoquinado, en un último intento de hacerse con las provisiones que servirían para llenar sus despensas hasta finalizar la época de las nieves. Aquella era la última feria del año y nadie quería perdérsela.

La mayor parte del mercado estaba situada en la Plaza del Mercado Nuevo, entre el puerto y la zona acomodada de la ciudad. La plaza estaba rodeada por un conjunto de recios y cuadrados edificios de piedra que albergaban las tiendas de los mercaderes más adinerados. Bajo sus soportales, algunos músicos ambulantes, vestidos con ropas de vivos colores, hacían sonar flautas y timbales en un intento desesperado de alzarse sobre el sonido de los paseantes. Con ellos también competían los gritos de las verduleras, ofreciendo sus mercancías por precios cada vez más bajos.

—¿¡Quién le va a dar unas cebollas tan grandes como éstas por menos, siñora!? —voceaba una de ellas, una mujer gorda, de nariz y rostro enrojecido, mientras agitaba las hortalizas en el aire. Al cabo de unos instantes, un hombre, muy probablemente su marido, la sustituyó y continuó con la misma cantinela que ella había abandonado para atender a un cliente—. ¡Más baratas no las hay! ¡Media pieza de cobre la docena!

En el centro de la plaza, donde la mayor parte de los habitantes de Fyelan hacían sus compras, se encontraban esparcidos los destartalados puestos de los mercaderes ambulantes. A pesar de las estrictas leyes de la ciudad, allí el orden no existía y la gente se veía obligada a apretujarse para pasar. Entre toda la muchedumbre, un chico de unos once años, con el pelo rojizo y alborotado, trataba de seguir a una mujer cuarentona, tambaleándose por los continuos empujones de la gente que se agolpaba en la plaza. A su alrededor, las voces de los fielanenses y extranjeros se unían en una incomprensible mezcla de idiomas y las ropas de cien colores distintos se arremolinaban en una cambiante amalgama.

—¡Delinard, no te separes de mí! —decía la mujer, sin apenas volverse, mientras continuaba avanzando—. Podrías perderte.
Antes de que pudiera alcanzarla, un jovenzuelo vestido con harapos y cubierto de mugre, se abalanzó sobre el florido atuendo de ella. Con un movimiento que pasó inadvertido para todos, sacó una pequeña daga de su manga y cortó las cintas de cuero de su bolsa.
—Perdone, señora —murmuró, a modo de disculpa mientras se escabullía, sin que nadie, ni tan siquiera la víctima, hubiera llegado a darse cuenta del robo.

Habría huido con su botín de no ser porque tropezó con el chico. Los dos cayeron y la bolsa golpeó el suelo con un sonido metálico. Casi de inmediato, el ladrón la recogió, lo apartó de un empujón, se incorporó y volvió a confundirse con la multitud.

Delin, así era llamado habitualmente el muchacho pelirrojo, era bastante despierto y comprendió lo que estaba sucediendo al instante. A duras penas, y medio a gatas, se escurrió entre el bosque de piernas, apartándose de su tía. Casi no podía ver al ladrón, un par de pasos por delante de él, empujando a la gente para poder pasar.

—El dinero es importante para tía. La posada no va bien, lo dijo el tío Hen —pensó, bastante molesto por la forma en que lo había apartado el pilluelo, como si no existiera… de la misma manera que lo había tratado todo el mundo durante su corta vida.

Miró a su alrededor y, entre el gentío, pudo distinguir un grupo de sacerdotes de Ifklar, el Protector, de ropajes grises y altos escudos de torre, y a una patrulla de guardianes. Todos estaban demasiado lejos para poder prestarle auxilio y, sin duda, no oirían sus gritos hasta que fuera demasiado tarde. Aquél era un buen momento para demostrar que él también tenía algo que decir.

Tomó impulso y saltó contra el ladronzuelo para tirarle al suelo. Cuando parecía que iba a alcanzarle, su hombro chocó contra uno de los transeúntes, haciendo que perdiera el equilibrio y se desplomase. Notó un tremendo dolor, pero, de alguna manera, se las apañó para rodar sobre su otro hombro y suavizar el golpe. Todavía sin resuello, se puso en pie y, tambaleándose, continuó con la persecución. El ladrón había vuelto a ganarle ventaja y, en aquellos momentos, desaparecía tras la esquina de una estrecha calleja entre dos puestos de verduras, sin haberse enterado de sus intentos por atraparle.

Dudó durante unos segundos, pues ya no se sentía tan animado a perseguir a un rival que le aventajaba en todo.
—Hice lo que pude —se dijo, volviéndose hacia donde creía que se encontraba su tía. El vestido de flores de ésta no se veía por ninguna parte. Al otro lado, el callejón por donde el ladronzuelo había desaparecido se abría tentadoramente ante él.
Algo que no había sentido jamás —siempre había sido un muchacho tranquilo que no solía meterse en más líos que los habituales de su edad— pareció encenderse dentro de él. La llamada de la aventura lo tomó de improviso, apartando por completo sus temores, como si nunca hubieran existido. Por un momento, imaginó cómo sería volver a la posada con la bolsa. A partir de entonces sería un héroe para sus tíos y primos y le harían mucho más caso.
—Además, ¿qué me puede pasar? —se preguntó, para luego responderse a sí mismo—. No creo que suceda nada y, si las cosas se ponen feas, solamente tendré que correr a casa… siempre podré contárselo a Bern, seguro que se muere de envidia.
Se arrastró entre las piernas de otro hombre y alcanzó aquel callejón que se abría como una puerta hacia lo desconocido, hacia un mundo ancho e inexplorado. En el suelo se acumulaban restos de frutas y verduras de los puestos cercanos y había grandes charcos llenos de barro. Mientras sopesaba la bolsa, el ladrón avanzaba más despacio, ajeno a su presencia.
—Si logro acercarme a él por la espalda podré quitársela —pensó Delin, con el corazón palpitando de un modo que parecía querer salírsele del pecho. Se agachó y cogió un grueso palo del suelo, probablemente los restos de la pata de una mesa—. Si trata de hacer algo para evitarlo tendrá que vérselas con esto.

Frenó sus pasos mientras iba ganándole terreno poco a poco, al tiempo que los gritos y la música se desvanecían tras él.

La callejuela se dirigía serpenteando hacia el puerto. Era oscura y muy estrecha, tanto que en algunos lugares se podían tocar las dos paredes al mismo tiempo. Un tufo rancio impregnaba el aire, alejando aún más a Delin de los para él conocidos olores del mercado. Grandes montones de basura y escombros, apoyados contra las paredes de las bajas casas, entorpecían el paso. El confiado ladronzuelo se deslizó entre dos edificios, por un pasadizo de menos de un paso de ancho bajo el que corría un regato de aguas malolientes. Caminaba con cuidado, apoyando sus pies en la estrecha superficie lateral que no estaba inundada.

Delin sabía que si hacía algún ruido dentro del pasaje no tendría la más mínima oportunidad de esconderse, por lo que le imitó, apoyando los pies con cuidado de no resbalar con el tornasolado limo.

El olor era insoportable y el hombro volvía a dolerle. Le dolía mucho más que antes. Sentía que se estaba desmayando.
—¡No, ahora no! Tengo que seguir un poco más… —murmuró, mordiéndose el labio inferior—. ¡Sólo unos pasos más!

A pesar de sus intentos de permanecer consciente, la vista comenzó a nublársele y sintió que se desvanecía. La estaca resbaló entre sus dedos, faltos de fuerzas, y cayó a las fétidas aguas produciendo un sonoro chapoteo.

Con un último esfuerzo levantó la vista. Lo único que vio fue al ladronzuelo, con una daga en la mano, aproximándose a él.


Cuando despertó se encontraba en un lugar oscuro y sus ropas ya se habían secado por completo. Notó que le habían vendado el brazo izquierdo y se lo habían colocado en cabestrillo con una tela tosca y cochambrosa. El dolor había disminuido. Aguardó varios minutos hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra.

Estaba en una habitación bastante amplia, con paredes de piedra y una única puerta de madera, por debajo de la cual entraba la luz de una antorcha. En el suelo había un buen número de personas dormitando, envueltas en sucias mantas. El olor del hacinamiento de sus cuerpos se confundía con otro que el muchacho no supo identificar.

Decidió levantarse para alcanzar la puerta y salir de allí. Apoyándose contra la húmeda pared fue incorporándose. Anduvo con mucho cuidado para no despertar a los que yacían dormidos. Sus pasos apenas sí levantaron leves ecos.

—¡Quieto chaval! —ordenó una desagradable voz a sus espaldas, casi un susurro—No te muevas ni un pelo.
Delin se sobresaltó y pensó en salir huyendo, pero la voz sonaba demasiado próxima y se sintió paralizado por el miedo. Se volvió lentamente.
En la oscuridad, apenas podía distinguir la figura vaga de un hombre acuclillado, apoyado de espaldas contra una de las paredes de la cochambrosa habitación.
—Sabes que no saldrás de aquí… con vida —susurró de nuevo, con un tono que hizo que los pelos se le pusieran de punta.
—¿Quién eres? —preguntó Delin, asustado. Los dientes le castañeteaban; sólo podía pensar en volverse y salir corriendo por la puerta.
—La verdad es que ni me debería molestar en decírtelo —apenas se encogió de hombros mientras añadía—… pero como dudo que Sandureyt te deje vivir mucho, te diré mi nombre: soy Thaebor.
—¡Basta ya de presentaciones! —rugió una voz extremadamente grave desde la puerta, que se abrió de repente.

Delin se volvió otra vez para ver al individuo que se encontraba a sus espaldas. Una figura enorme se recortaba contra la luz parpadeante de las antorchas. Mediría unos siete pies, pero a Delin le pareció mucho más grande, casi un gigante. Vestía unos pantalones de cuero y una camisa amplia, debajo de la cual resaltaba una musculatura muy bien formada. De su cinto sobresalía la guarda de una espada.

—¡Chico, ven conmigo! —rugió de nuevo con voz imponente—. Deja a mis hombres descansar. ¡Y tú, Thaebor, no hables en mi nombre o ya sabes lo que te pasará! —el tono de su voz era casi tan impresionante como su aspecto, tanto que muchos generales habrían envidiado su capacidad para hacerse obedecer.

Avanzó a grandes zancadas a través de un pasillo de piedra, con Delin siguiéndole a duras penas y sin atreverse a intentar escapar. Del abovedado techo caían hilos de agua y apestaba a humedad. Al cabo de unos minutos, y tras cruzar varias bifurcaciones mal iluminadas, llegaron a una zona más habitable.
—Si quisiera verte muerto ya lo estarías —dijo el hombre con su profunda voz—. Estás en mi morada. Todo lo que has visto hasta ahora me pertenece —dijo, sacando una llave herrumbrosa y encaminándose a una gran puerta de roble en el extremo del pasillo. Tras abrirla, dejó a la vista unas gruesas cortinas. Con un súbito tirón las aparto también.

Lo que Delin vio dentro le animó un poco más. La habitación era muy diferente al resto de aquel lugar. Estaba bien iluminada y seca. Vistosos tapices recubrían las paredes y había grandes almohadones por todas partes. A la luz de los grandes pebeteros de metal pudo ver mejor a quien le había apartado de aquel inquietante Thaebor. Era un hombre musculoso, pero parecía muy ágil; rondaría los treinta y pico años. Tenía el pelo de un color castaño rojizo, muy corto, y un fino bigote que ocultaba en parte la enorme cicatriz que recorría el lado derecho de su rostro, desde el mentón al ala de la nariz.

—¡Chico, lo que me han contado sobre ti me ha dejado impresionado! No sé que te impulsó a seguir a uno de los aprendices en el estado en que te encontrabas, pero tuviste suerte cuando decidió traerte hasta aquí —dijo el hombre con una voz que, aunque mucho más amable, seguía siendo sobrecogedora—. ¿Por qué no hablas? ¿Acaso eres mudo, chico?
—No se-se-señor.
—No estés asustado, chico. Si dices la verdad no te sucederá nada. ¿Cuál es tu nombre si puede saberse? Y siéntate, me estás poniendo nervioso.
—De-Delinard, Delinard Santhor, aunque todo el mundo me llama Delin —respondió, tratando de calmarse, mientras tomaba asiento sobre los cojines como le habían mandado.
—Encantado de conocerte, Delinard. Yo soy Sandureyt, líder por derecho del gremio de ladrones de Fyelan o, como nosotros preferimos llamarlo, de los Hombres Libres. ¿Acaso no has oído hablar de mí?
—Lo-lo siento señor, pero no salgo mucho de casa y apenas conozco a nadie —explicó.
—¡Vaya, creí que todo el mundo en la ciudad me conocía! ¡Lástima! —después le preguntó con una fingida seriedad en el rostro—. ¿No eres muy joven para andar persiguiendo a mis hombres? ¿Qué edad tienes?
—Tengo once años, casi once y medio —dijo, orgulloso—. ¿Puedo marcharme ya? —solicitó, incómodo.
—¿¡Tanta prisa tienes!? ¿¡Acaso no encuentras agradable mi compañía!? —rugió de nuevo, amenazador. Delin se estremeció otra vez. Sandureyt no pudo contener la risa y su rostro volvió a tornarse amable—. Eres demasiado impresionable, pero tal vez dentro de un par de años puedas unirte a mi banda. Ahora, cuéntame quién eres.
—No hay mucho que decir —murmuró, tomando algo de confianza. Aún con sus bruscos modales, aquel hombre parecía agradable. Además había dicho algo de su banda que… Delin no quería hacerse ilusiones, pero aquello empezaba a entusiasmarle—. Vivo con mis tíos y mis primos en su posada, la que llaman del Sol Poniente, y trabajo allí limpiando y haciendo encargos.
—¿Y tus padres? —preguntó Sandureyt.
—Murieron en una plaga cuando era pequeño. No los recuerdo apenas —murmuró—. Mis tíos, Hen y Marisia, me han cuidado desde siempre.
Los ojos del ladrón se iluminaron con una luz intensa cuando se acercó a él.
—No hables en voz baja —dijo—. No trates de quitar importancia a cosas que lo son tanto como el destino de los tuyos.
—No lo haré, señor —respondió, tragando saliva.
—No lo tomes como una orden. Sólo es un consejo. Allí de donde vengo se considera un gran honor todo lo que tenga relación con los ancestros —susurró—. La verdad es que en cierto modo mi historia es parecida a la tuya, aunque algo más larga y complicada. Igual que la de la mayoría de los que habitan aquí abajo… en mi pequeño reino.
—¿También murieron sus padres cuando era pequeño?
—No exactamente. En mi caso quien murió fue la causa a la que servía —dijo, cogiendo una botella del suelo y escanciando una buena cantidad de vino en un vaso de cuerno—. Así que cambié de causa y, ahora, la única que tengo es proteger a los Hombres Libres que lo solicitan. Aprendí a no hacer nunca demasiados planes para el futuro, porque las cosas no suelen salir como las pensamos —de un trago vació el vaso y volvió a dejarlo junto a los almohadones—. Cuando seas mayor comprenderás lo que quiero decirte.
—¿Es como cuando quise salir a jugar con mi primo Bern y los chicos del pastelero y a mi tía se le ocurrió que había que limpiar el desván de la posada? —preguntó—. Habíamos preparado lo que íbamos a hacer toda la tarde y un minuto antes de que las campanas del templo de Anthariel dieran la hora apareció mi tía y no nos dejó ir. Recuerdo como nos sentimos…
—Sí, es algo así —gruñó, algo desconcertado por su sinceridad—. Bueno, Delin, tengo cosas que hacer que no pueden ser pospuestas durante más tiempo. Toma la bolsa de tu tía, y cuídate el hombro. Uno de mis hombres te llevará al exterior. No cuentes nada de esto, tengo que mantener mi prestigio —dijo al muchacho, entregándosela y guiñándole un ojo.
—Gracias. ¿Volveré a verle? —preguntó Delin, esperanzado. Sandureyt era el único adulto que le había tratado con respeto hasta aquel momento y no quería perderlo tan rápidamente.
—No lo dudes. Si necesitas ayuda siempre estaré cerca de ti —sonrió—. ¡Thaebor! Guía al chico fuera, cerca de la posada del Sol Poniente —gruñó—. No te preocupes, no hablará. Ya me he ocupado de ello.
—Lo que diga, jefe —murmuró Thaebor, empujando a Delin pasillo adelante. Era bastante más bajo que su patrón. Vestía un chaleco de cuero sin adornos y unos pantalones de color indeterminado que sujetaba con un cinturón, también de cuero, del que colgaban varias dagas. Tenía el pelo y los ojos negros y brillantes y su cara se asemejaba a la de una rata.

A empujones, y prácticamente a oscuras, lo guió a través de numerosos pasillos que ascendían y descendían con diferentes pendientes.

—Sube por esa escalerilla y estarás cerca de la parte trasera de la posada —masculló a su espalda. Después, le susurró de nuevo, mucho más cerca—. Me has hecho quedar mal delante de Sandureyt. Si vuelves a hacerlo, os corto el cuello a ti y a tu familia, ¿está claro?
Delin cabeceó. Rápidamente, sin preocuparse por el dolor de su hombro, trepó por las escalerillas para salir al fresco aire de la calle. En el exterior ya estaba anocheciendo.
—¿Dónde te has metido? —chilló su tía al verle aparecer por la puerta, para luego correr a abrazarle—. ¿Qué te ha pasado en el brazo?
—Me caí —dijo, tratando de zafarse de ella—. Pero logré agarrar esto —con la mano sana tendió la bolsa de las monedas a su tío.
—No sé que habrás estado haciendo durante toda la tarde, jovencito, pero eso ya da lo mismo —dijo él, desde debajo de su mostacho. Cuando Henard hablaba su boca quedaba oculta, produciendo la extraña sensación de que no era él en realidad quien emitía los sonidos—. Creo que por hoy te has ganado la comida con creces —añadió, dejando a todos con la duda de si hablaba en serio o bromeaba.

Tras una breve cena, Delin se dirigió al cuartucho anexo a la cocina que le hacía las veces de dormitorio. Allí pasó las siguientes horas, tendido en su jergón mirando al techo sin poder conciliar el sueño. Había sido el día más emocionante de su vida y no podía evitar imaginar que, a partir de aquel momento, su existencia cambiaría drásticamente.

Amaneció despejado. Al cabo de un buen rato, los rayos del sol comenzaron a calentarle el rostro a través del ventanuco. Aunque estaba despierto, mantuvo los ojos cerrados durante un largo tiempo, mientras escuchaba el paulatino aumento de actividad en la calle y olía la mezcla de aromas que, desde la cocina, se colaban por debajo de la puerta. Se levantó de un salto. Tenía ganas de desayunar, así que se calzó las polainas y salió.

Jayniell, la más joven de sus dos primas, sacaba en aquel preciso momento varias hogazas de pan humeante del horno. Encima de la larga mesa se alineaban media docena de bandejas repletas con huevos, panceta, salchichas, pan, leche y té, que constituían el desayuno de los ocupantes del piso superior, los más adinerados. Los demás, si no pagaban algunas monedas aparte del precio de las habitaciones, sólo tendrían pan con leche en el comedor de la planta baja.
—Buenos días, prima.
—Buenos días, mocoso. Ya era hora de que te levantaras. Madre quería que Bern y tú limpiaseis todo esto antes de mediodía y ya vais con retraso. Será mejor que le avises y os pongáis con ello cuanto antes —tras decir esto, Jayniell cogió dos bandejas de la mesa y desapareció por las escaleras, camino de las habitaciones más lujosas de la hospedería.
Tras comer algo, fue a buscar a su primo, que se encontraba cambiando la paja de las caballerizas. Bernard, o Bern como le llamaba todo el mundo, era un muchacho un par de años mayor que él, aunque un tanto bajo de estatura y con pelo negro y encrespado.

—¿Te has cansado ya de mirar? —le preguntó, una vez hubo acabado de amontonar las boñigas de los animales—. Me vendría bien que me echases una mano, esto no se recoge solo.
—Jay dice que tenemos que limpiar la cocina.
—¡Otra vez no! —exclamó, apoyándose sudoroso en la pala—. ¡La semana pasada ya limpiamos esos malditos fogones!
—Dice que están sucios de nuevo y que tía Marisia quiere que los limpiemos antes de comer.
—Habrá que hacerlo entonces —suspiró—. Acércame ese cubo para que pueda terminar con esto. ¿Qué pasó anoche? Armaron mucho revuelo porque no llegabas y esta mañana, cuando les pregunté, no quisieron decir nada.
—No tengo ni idea. Bern… ¿has oído hablar de los Hombres Libres? —preguntó a su primo con un murmullo.


El resto de aquel mes transcurrió sin que nada en especial sucediera. El tiempo empeoró, como se suponía que debería haber hecho bastante antes, y para cuando quisieron darse cuenta el invierno se encontraba asentado de pleno y el corto otoño de aquellas latitudes había quedado atrás por completo. La vida del joven parecía haber vuelto a la normalidad y todo lo sucedido durante aquel extraño y largo día se desvaneció como si no hubiera sido más que un sueño.

Aquella tarde, Henard y Marisia se encontraban reunidos con un conocido en el interior de la posada, mientras sus hijas arreglaban las habitaciones vacías y los dos primos, en el porche, limpiaban el cartel que solía estar colgado junto a la entrada principal. Fuera, en la calle, una ligera nevada empapaba a los escasos transeúntes. Era, a fin de cuentas, un día de invierno como cualquier otro.

—Creo que es una erre —repetía Bern por quinta vez, puliendo el círculo de bronce que servía de reclamo para los viajeros.
—¿Dónde ves una erre en Sol Poniente? —preguntó Delin. Su hazaña al recuperar el dinero había quedado pronto olvidada y todos volvían a comportarse con él como siempre lo habían hecho—. Supongo que será una pe.
—Pues… no sé —gruñó, mirándole con sus oscuros y penetrantes ojos—. Calla y sigue sacándoles brillo a esas letras. Después habrá que engrasarlas bien para que no se herrumbren otra vez.
De improviso, la puerta se abrió tras ellos y un hombre, un anciano muy alto vestido con gruesas pieles, salió por ella acompañado por sus tíos.
—Gracias por su hospitalidad, pero tengo que volver a mi cabaña —murmuró con una sonrisa, bajando los escalones que conducían a la nevada calle—. Si necesitan algo ya saben dónde encontrarme. Adiós a ti también, joven Delinard. Veo que los dioses te han acompañado desde el día de tu nacimiento. Adiós a todos y gracias.
—¿Quién era? —preguntó el aludido.
—Solamente un viejo amigo —respondió Hen desde detrás de su negro mostacho, viendo, con gesto preocupado, como se alejaba el anciano—. Uno al que deberías estar muy agradecido, pues fue quien te trajo hasta nosotros.

Al cabo de unos minutos sus tíos volvieron a entrar, susurrando entre sí, y dejaron solos de nuevo a Delin y Bern, cuyo aburrido trabajo estaba a punto de concluir.

—¿Qué crees que quería decir con eso? Parece que no quisiera que supiese quién era ese hombre —le preguntó a su primo.
—Creo que es un cazador del norte. Lo he visto un par de veces antes, siempre a principios de invierno, pero no sé qué tratos mantiene con mis padres —dijo Bern, poniéndose en pie—. Ayúdame con esto, tengo las manos llenas de grasa y si se me cae no pienso limpiarlo otra vez.
Colgaron el cartel de las largas cadenas y contemplaron como se mecía con el viento. Daba gusto ver un trabajo tan bien hecho.

Vino traigo de Deret,
con su dulzor nos embriaga.
Demos larga cuenta de él,
pues buena plata lo paga
La canción provenía de un mendigo que avanzaba calle adelante, apoyado en una precaria muleta de madera mal desbastada. La cantaba con una voz quebrada que llevó a la mente del muchacho desconocidos recuerdos de arenas cálidas y tierras soleadas, como si, de repente, el viento frío y húmedo del mar hubiera sido cambiado por el de otros mares más lejanos y desconocidos.

—Entremos dentro, antes de que ese pedigüeño llegue hasta aquí —gruñó Bern al verlo—. Seguro que viene con algún cuento para sacarnos los cuartos.
—Creo que el cartel nos ha quedado algo torcido —protestó Delin, trepando de nuevo al taburete que habían utilizado para subirlo—. Ve tú y lávate bien las manos, si no, tía Marisia va a ponerse histérica —le dijo desde arriba, mirando la mezcla de grasa y porquería que se había acumulado en las manos de su primo—. Si pide algo, ya le daré largas, no te preocupes.
—Nos vemos dentro. Hasta ahora. No dejes que te engañe, luego me contarás qué es lo que intenta colarte —dijo entre risitas, entrando en la caldeada posada con cuidado de no tocar nada.
—¡Una limosna, por caridad! —balbuceó el hombre, levantando la vista hacia Delin. Tenía la cara cubierta de verrugas y un sucio trapo le tapaba uno de sus ojos a modo de parche. El ojo sano estaba prácticamente cubierto de legañas resecas, pero brillaba de forma extraña—. ¡Una limosna para un pobre lisiado de guerra!
—Lo lamento, buen hombre, pero no tengo nada para usted.
—¿Ni tan siquiera un duro mendrugo de pan, buen joven? —preguntó con voz aguardentosa.
—De eso siempre hay en la cocina —dijo el muchacho, saltando del taburete—. Dé la vuelta a la manzana y espere junto a la puerta trasera. Intentaré hacerme con algo sin que mis tíos se den cuenta. Entre hombres que gozan de libertad el pan no debe negarse.
—Bien dicho, joven —sonrió el mendigo—. Y muy agudo.
—Le esperaba desde hacía tiempo —murmuró.
—Lamento no haber podido acudir antes, pero será mejor que sigamos con esta conversación detrás. Ese pan me vendrá bien por muy duro que esté —subrayó.

Unos minutos después, se reunieron bajo el resguardo del callejón al que daba la parte de atrás de la posada. Delin sacó varios trozos de pan de una bolsa de tela y un pedazo de queso que había logrado hurtar de la alacena y se dispuso a partirlos.

—Lo has hecho muy bien —dijo Sandureyt con una voz más parecida a la que la naturaleza le había concedido—. ¿Cómo supiste que era yo?
—Fue fácil —explicó, ofreciéndole el queso—. Fueron dos cosas: la canción y los ojos. La canción no era de por aquí y pocos son los mendigos que vengan de fuera de Fyelan a estas alturas del año.
—Eres más hábil con la lengua que en nuestro primer encuentro —admitió, mordiendo el queso—. La canción es del lugar donde me crié, eso es cierto. Pero, ¿por qué los ojos? ¿Qué tienen de especial mis ojos?
—Brillan de una forma rara, como si hubieran visto cosas que no deberían haber visto… sin embargo siguen brillando aunque tal vez no debieran hacerlo —rió—. No es algo fácil de explicar con palabras.
—Muy bien, chico. Me gusta la gente que mira siempre a la cara, aunque su interlocutor sea un simple mendigo. Eso dice mucho a cerca del espíritu de uno, ¿sabes? De todos modos esa no era la respuesta que esperaba —dijo, señalando el ligero abultamiento que el pomo de su espada producía por debajo de su zarrapastrosa capa—. Había una razón más.
—Entonces…
—Sí, hace unos días te ofrecí un puesto entre los míos… y ahora repito mi oferta —gruñó entre dientes, tratando de ocultar su sonrisa—. Has pasado la primera prueba. Si quieres seguir por el camino del Gremio deberás pasar otras dos. No serán tan sencillas y sí mucho más peligrosas.
—¿Pruebas? Creí que…
—Has demostrado ser inteligente y atento, aunque eso es algo que ya habías demostrado de sobra la primera vez que nos encontramos —continuó—. Ahora debes demostrar que sabes cumplir órdenes y que tienes paciencia. Esa es otra de las características que debe poseer un buen ladrón si quiere vivir una vida próspera y feliz. La siguiente prueba será la semana que viene, entonces volveré a buscarte. Si no quieres hacerla lo comprenderé.
—¡Aquí estaré!


Había pasado casi cinco horas observando la puerta de un caserón que parecía desocupado, un par de calles más abajo de la posada. Sandureyt no le había dicho lo que debía hacer, aparte de mirar, pero estaba casi seguro de que lo habían vigilado durante todo aquel tiempo, aunque ni la sombra de un gato negro, como decían los pueblerinos de la región, había pasado por la desierta calle.

Por fin, una figura salió por la puerta de la mansión y, tras observar los alrededores, caminó cansinamente hasta la verja de hierro oxidado que separaba el pequeño jardín del edificio de la calle.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Algo, más allá de donde podía ver, se había movido. Tal vez se tratara del viento, pero no podía estar seguro. Con cuidado, se volvió para mirar a sus espaldas.

Allí estaba.

Una forma que no había notado en toda la noche se recortaba sobre el alero de uno de los tejados cercanos. Inmóvil pero, en apariencia, lista para saltar sobre él en cualquier momento.

Retrocedió hasta ocultarse entre las sombras del callejón donde Sandureyt le había indicado que debía esperar. La impresión de que aquello había dejado de ser un juego para convertirse en algo mucho más peligroso creció cuando la figura, aupada allá en lo alto, se movió ligeramente para mirar hacia el hombre que salía de la casa. Los dioses sabrían cuánto tiempo llevaba allí, pero, por lo que parecía, ni siquiera se había dado cuenta de su presencia. Su interés estaba centrado en lo que sucedía al otro lado de la calle.

De repente, antes de que Delin pudiera parpadear, la silueta desapareció tras el alero como si nunca hubiera existido.

Un instante después, una patrulla de una docena de guardianes de la ciudad, vestidos con sobrevestes verdes y azules y enarbolando largas alabardas, llegó corriendo y rodeó el edificio. Pero, para entonces, el joven ya había alcanzado, también a la carrera, la seguridad de su hogar.

—¡Bien hecho! —murmuró el jefe del Gremio para sí—. Valiente cuando debe, pero no temerario —luego saltó del tejado y volvió a la seguridad de las cloacas con una sonrisa en la boca—. Espero que el Consejo no se tome a mal esta falsa alarma… o mejor, que sí lo haga.


Muchas más cosas interesantes sucedieron durante los meses siguientes, unas importantes y otras no tanto. El invierno del norte dio paso a la primavera y los agudos tejados de Fyelan se libraron de la gruesa capa de nieve que los había cubierto durante meses. Las primeras aves del sur regresaron en grandes bandadas y, como si esto fuera una señal, los mercantes arribaron al puerto, dispuestos a comprar y vender todo lo que fuese menester.

Bajo la ciudad, en las alcantarillas, Delin tuvo tiempo de sobra para demostrar que era un buen alumno, aprendiendo rápidamente todas las lecciones de su maestro. Sandureyt le mostró las virtudes del buen ladrón, y también sus defectos, pues nunca se sabe de dónde pueden venir los golpes, las formas en que luchan los hombres y las que no deberían utilizar, y cuándo usar cada una de ellas. Incluso las matemáticas y la geometría ocuparon un lugar importante entre sus enseñanzas, ya que, como decía el ladrón con una sonrisa, hay que ver las cosas desde todos los ángulos.

Unas veces de la mano de su protector, y otras de la de los más importantes miembros del Gremio, fue progresando en el arte de los Hombres Libres. Con Ketil Laiunt, el corsario, se instruyó en el manejo de las cuerdas y el arte de trepar, así como en algunas nociones de marinería de las que sacar buen provecho. Con Jerodh de Iztha supo cómo aprovecharse de la lástima cuando fuera necesario y con Dahert supo las formas de robar aprovechando la confusión.

A lo largo de estas lecciones hizo buenos amigos, aunque nunca mejores que el propio Sandureyt, que en todo momento observó el progreso de su protegido. También hizo un respetable número de enemigos, pues es imposible destacar sin hacerse algunos.
Sus tíos, preocupados por las continuas idas y venidas del muchacho, intentaban que Bern lo mantuviera vigilado, pero Delin desaparecía de forma sorprendente al girar en cualquier esquina. Pronto, tanto su primo como ellos, desistieron pues, al fin y al cabo, seguía cumpliendo con sus obligaciones en la posada.

Pero algo que el muchacho esperaba con ansiedad parecía no llegar nunca. La tercera prueba que Sandureyt le había prometido era retrasada una y otra vez con cualquier excusa que se le ocurriera al señor del Gremio y, por mucho que Delin preguntaba, las respuestas del ladrón eran siempre esquivas y se transformaban en sesiones de entrenamiento cada vez más duras.
Y siguió pasando el tiempo…


Era una noche brumosa de otro de los largos inviernos fielanenses. Desde unos días antes, la posada del Sol Poniente estaba ocupada únicamente por un grupo de hombres que posiblemente partirían en el primer barco que se atreviese a abandonar el puerto. Eso dejaba mucho tiempo libre a Delin que, por aquel entonces, era un muchacho delgado de unos quince años, al que el continuo trabajo en la posada y el duro adiestramiento del Gremio habían proporcionado una firme constitución y una salud envidiable.

Tras dar esquinazo a su primo, descendió por las estrechas escalerillas metálicas de la alcantarilla. Era ya tarde y el mal tiempo mantenía a los habitantes de Fyelan en sus casas, por lo que estaba convencido de que nadie le había visto levantar la oxidada tapadera de hierro en el callejón.
Los escalones crujieron cuando se deslizó hacia el interior del túnel. El agua, se encontraba en el punto más bajo, lo que era una suerte porque, con la gélida temperatura del exterior, empaparse equivalía a una pulmonía segura.

Agarrándose con una mano, tiró de la tapadera hasta colocarla de nuevo en su lugar. En el exterior, la única prueba que quedaba de que alguien hubiese pasado por allí eran algunas volutas de vapor, que desaparecieron rápidamente al enfriarse.

Dentro, el suelo se encontraba casi seco y la temperatura era bastante más agradable que en la calle. El mal olor había desaparecido junto con el agua en gran medida.

Avanzó con seguridad por el pasillo hacia el norte y rodeó el hueco de un túnel que conducía a los niveles inferiores. Su estructura era casi cilíndrica y sus paredes habían sido construidas con grandes bloques de piedra encajados, lo que sin duda en su momento fue un trabajo monumental. Grandes manchas de herrumbre marcaban los lugares donde se abrían las salidas al exterior. A distancias irregulares surgían túneles secundarios, la mayor parte de ellos sin salida, que conducían al subsuelo de algunas de las casas más ricas de Fyelan.

Delin había oído contar a algunos de los ancianos de la ciudad que uno de los innumerables túneles llegaba hasta los sótanos y mazmorras del Palacio del Consejo, pero nadie sabía a ciencia cierta si era verdad.
Las cloacas eran incluso más antiguas que el palacio y el viejo mercado, ya que éstos, junto con la mayor parte de la ciudad, tuvieron que ser reconstruidos tres siglos atrás, después de un incendio que amenazó con dejar en la ruina a sus habitantes. Estaban constituidas por muchas millas de túneles, que transcurrían a varios niveles de profundidad y que conducían los residuos hacia el mar, al sudoeste del puerto, impidiendo así que las corrientes devolvieran la basura a los muelles de la ciudad.
El joven ladrón conocía bien la mayor parte del nivel superior y lo había recorrido innumerables veces. Era una ruta segura para escapar de las patrullas de guardianes, o de los comerciantes iracundos que quisieran atraparle por sus pequeños hurtos, pero de los inferiores… nadie sabía muy bien que podía haber allá abajo.

Tras cruzar varias bifurcaciones, giró por un pasillo lateral casi idéntico a los anteriores. Nada más apartarse del corredor principal se quedó inmóvil unos segundos. Escuchó atentamente mientras esperaba a que desapareciesen los ecos de sus propios pasos. No se oían apenas ruidos en las desiertas cloacas: algunas gotas que caían contra el suelo de piedra, el sonido de una rata deslizándose furtivamente, la música lejana de alguna fiesta de los burgueses más adinerados… nada extraño.

Iba a proseguir su camino cuando un escalofrío le subió hasta la nuca. Muy despacio, de espaldas, dio un paso hacia la pared. Tocó la húmeda piedra, se pegó a ella y se quedó quieto. Creía haber oído unos pasos muy lentos en el túnel que acababa de abandonar. Un sudor helado formaba grandes gotas que resbalaban por su espalda y empapaban su camisa. Los pasos habían dejado de sonar, pero aquella desagradable sensación que solía anunciar problemas no había desaparecido en absoluto.

—Quizá he logrado despistarlo —se dijo—. Ya sería mala suerte que pasara algo justo hoy.

Estaba demasiado cerca del Gremio como para permitirse el lujo de dejar que alguien le siguiera. La seguridad de todos dependía de cada uno de ellos y esa era una lección que había aprendido muy bien. Al parecer tan bien que, aquella misma tarde, había recibido el mensaje de que su última prueba para ser miembro de derecho de los Hombres Libres iba a tener lugar pronto.

Tal vez podría volver al túnel principal y, una vez allí, apartarse de las galerías habitadas. Además, ¿quién sería el individuo que lo seguía? Era demasiado hábil para tratarse de un agente del Consejo, para un guardián, pero no para tratarse de otro ladrón…
—¿Podría ser ésta la prueba? —se preguntó.

Un ligero ruido le alertó de que su perseguidor se había puesto de nuevo en movimiento y avanzaba lentamente hacia él. Tenía que tomar una decisión. Podría ser que, en la oscuridad, no le hubiese visto adentrarse en el túnel lateral. Podía esperar a que pasara de largo y después correr hasta la boca de alcantarilla que había usado a modo de entrada… claro que, si le había visto, quedaría atrapado y no podría evitar un enfrentamiento directo, lo más seguro era que contra un enemigo mucho más experimentado.

Los pasos resonaron cerca.

Sintió como sus piernas tomaban la iniciativa por su cuenta. Tomando impulso contra la pared se lanzó por el túnel central. Tenía que correr como nunca.

Avances y más avances...

Poco a poco, la salida a la venta de Urnas de Jade: Leyendas se acerca.
Demasiado a poco a poco según el gusto de algunos.
Hay ya varios lugares más en los que se han enlazado avances o, al menos, se menciona el libro (cuando llegue el día de las críticas, las enlazaré todas juntas o algo así).
Empiezo con leelibros en sedice.com, que tiene el primer pdf descargable, y sigo con interplanetaria.com, en la que el avance no es descargable.
No hay mucho más que me haya llamado la atención.
Y la fecha sigue siendo mediados de noviembre.

Ahora, os dejo con otra parte del avance.
Sí, ya sé que entro poco, pero en estos días que quedan, intentaré hacerlo más.
Un saludo a todos.

viernes, 26 de octubre de 2007

Primer Avance de Urnas de Jade: Leyendas

PRÓLOGO

El Anciano suspiró mientras las imágenes se tornaban cada vez más pálidas y se difuminaban sobre el cristal blanco lechoso del cuarzo. Por un instante, su vista se volvió tan borrosa como el cristal, pero, tras un momento en el que pareció que el tiempo se había detenido definitivamente para él, se irguió.
Taith, el Anciano, era un hombre de aspecto frágil que cojeaba un poco y apenas salía de la torre que era su hogar. Solía vestir amplias túnicas de tonos apagados y un tanto anticuadas, que tal vez algunas décadas antes se hubieran considerado pasadas de moda. Su rostro estaba surcado por incontables arrugas que mostraban el paso de largos años de estudio, aunque en los últimos tiempos parecían haberse multiplicado, y una larga barba cana le cubría la parte superior del pecho. Era, en todos los aspectos, lo que se esperaba que fuera un mago.
Logró alcanzar el escritorio con esfuerzo y, tomando una pluma y tinta de L’un, empezó a escribir lo que había visto. Mientras garabateaba a toda prisa, el cuarzo se fue aclarando cada vez más hasta que recuperó su transparencia original. Durante un instante, uno de los más largos de toda su azarosa vida, contempló el intrincado calishita en el que había plasmado sus visiones. Exhaló otro prolongado suspiro y las arrugas de su frente se plegaron sobre sí mismas como si fueran las olas de un mar que hubiera abandonado de pronto su reposo.
—Nunca debí intentarlo —murmuró para sí mientras trataba de calmar su pulso, que oscilaba al ritmo de su agitada respiración. Varias gotas de tinta se derramaron sobre el pergamino sin que pudiera evitarlo.
Aunque su curiosidad apenas tenía límites, en aquella ocasión los había sobrepasado con creces. Ahora que sabía lo que el futuro le depararía no podía tratar de ignorarlo… pese a que evitar lo que ha de venir sea una empresa imposible. La pluma se deslizó sobre el pergamino, arrastrando la tinta y emborronando las arcanas runas. Los ojos del Anciano brillaron bajo sus espesas cejas con una luz extraña, antigua. —Un hombre no debería conocer su propia muerte.
Con un brusco movimiento arrugó el pergamino y lo lanzó al suelo. Antes de completar su trayectoria, ardió con violencia y desapareció, convertido en cenizas. Tomó otro pliego de la mesa y, mientras escribía en él, llamó a Kheraphons, su fiel aprendiz. Tal vez pudiera evitar el destino… tal vez.
—Tendrán que ser cinco. Sí, ése es el número apropiado —se dijo en un susurro, para luego repetir—. Un hombre no debería conocer su propia muerte.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Sé que tengo muy dejado este blog (de Fuera de las Urnas ya ni hablemos), pero estos últimos meses han resultado agotadores. Después de pasarme la mayor parte del verano en paro, el trabajo ha llamado a mi puerta y estoy que no paro. De momento, eso ha hecho que tenga que transladarme a Palencia (¡hola, gente de palencia! ¿Alguien sabe si hay alguna tienda de comics por aquí?) y que me haya pasado dos semanas sin ordenador ni tele.
Esta entrada no será demasiado larga, aunque espero colgar otra no tardando demasiado, y la escribo para dar una (relativamente) mala noticia: Urnas de Jade: Leyendas se retrasa. Sí, se suponía que la novela iba a estar lista para principios de éste mes, pero problemas con el papel y la impresión van a hacer que no pueda estar en la calle hasta principios-mediados de noviembre.
Dicho esto, añado una noticia "pseudobuena": la novela ya tiene ficha en la biblioteca de sedice. com (acceso directo pinchando aquí), aunque por el momento no hay ningún otro avance que no sea el de Fantasymundo.com (buscadlo vosotros, so vagos). Estoy planteándome colgarla aquí por parte, cosa que me parece tendría bastante sentido. Ya veré a lo largo de la semana.
Eso es todo por ahora.
Mañana, más y mejor.
O ahora mismo:
Me dice José Luis (ch3p3) que ha visto Urnas de jade: Leyendas en Interplanetaria.com y yo no me había percatado. Gracias por el aviso.
Un saludo a todos.

viernes, 12 de octubre de 2007

Y vuelvo de entre los muertos...

... o algo así.
Estos últimos días he estado completamente desaparecido. Entre el trabajo e instalarme en Palencia, no he tenido tiempo ni de escribir (de leer un poco, ahora estoy terminando Wicked). En casa todavía no tengo ni ordenador ni televisión y los pocos ratos que tengo los dedico a devorar páginas.
Urnas de Jade: Leyendas sufre un ligero retraso, pero es de esperar que en este mes pase a estar a la venta. A pesar de ello, a lo largo de estos días han pasado un par de cosas. La primera de ellas es que ya hay un adelanto de Urnas de Jade: Leyendas en fantasymundo.com, que no tardará en estar también en otras páginas dedicadas al género fantástico y la segunda que en ciberdark.net
ya figura el precio de la novela (17,95€, a través de su tienda 17,05€).

Ya sé que no cuento mucho, pero es lo que tengo.

sábado, 6 de octubre de 2007

Otros Relatos: Carros y Carretas

Baja cada mañana, llevando tras ella un carrito, de esos con ruedas pequeñas y una tela estampada a cuadros. El suyo es viejo, oxidado y con un roto en la parte de atrás. Hace un par de años lo cosió, pero los puntos acabaron por ceder y ya apenas le preocupa, sólo lo remienda cuando por él se le escapa la media barra de pan de cada día.
Como decía, baja cada mañana a la calle con su carro. Sus manos lo sujetan como si fuera lo único que poseyera; llenas de arrugas, agrietadas y deformadas por la artrosis. Lo empuja casi todo el tiempo y tira de él cuando tiene que superar un escalón o subir un bordillo. No le gusta que la ayuden. Ni que la miren. Es ya muy mayor. Ojalá no lo fuera, pero lo es y sabe que nadie puede evitarlo. Pero no le gusta que le recuerden que se encuentra en pleno declive. Después de haber pasado por todo en la vida no le gusta que le recuerden que lo único que le queda por hacer es seguir cayendo.
Baja cada mañana con su carrito y recorre la misma ruta: la pescadería, la frutería y el puesto del pan. Dos días a la semana se detiene también en la carnicería. No olvida lo que tiene que hacer y casi envidia a otros de su edad, a los que sólo recuerdan los momentos más felices de sus vidas. Ella se acuerda de todos, de los buenos y de los malos, que para su desgracia son más abundantes. Se acuerda de los dos hijos que perdió en la guerra y del que se perdió; del marido que la abandonó hace treinta años y del hambre que, como tantos, pasó después. Se acuerda de todo y de demasiado.
Y cada mañana baja a la calle, tirando de su carrito, atada a él como si fuera lo único que le queda en la vida. Seguramente lo sea. Con una pensión que apenas le llega para sobrevivir y un piso de renta antigua que es lo único que le salva la vida, sólo le falta pedir. Pero no lo hace. Bajita y encorvada, nadie diría que pueda haber aguantado tanto. Pero lo ha hecho. Y todavía conserva cierto orgullo.
Sus hombros cargan demasiado peso mientras tira del carrito.
Eso no es nada.
Ya ha cargado con carros y carretas.

martes, 2 de octubre de 2007

Relato: El Escriba y el Héroe

El Escriba y el Héroe es un relato situado en Drashur, antes de Urnas de Jade (bastantes siglos) que desde esta misma mañana se encuentra disponible en pdf en Tierras de Acero. Es bastante más largo que los que suelo colgar aquí, así que os dejo el enlace en la portada de ahí abajo, para que podáis entrar cuando os apetezca y descargarlo en cualquiera de las dos versiones (Rubén Sousa se las ha currado).

sábado, 29 de septiembre de 2007

Y, sin embargo, se mueve

Con Urnas de Jade a punto de salir, lo último que me esperaba era tener unos días tan complicados justo antes de la publicación, pero así es. Cambio de ciudad y de trabajo de aquí a tres o cuatro días, así como el que no quiere la cosa. Si las actualizaciones este mes se habían vuelto escasas, durante las próximas semanas se van a volver imposibles de realizar. Pero se intentará lo que se pueda.
De momento, otro relatín.
Más cosas de Drashur en cuanto tenga algo de tiempo.

Un saludo a todos.

Otros Relatos: Inspiración

Pienso... y el pensamiento ya no está ahí.
Era una idea magnífica, la inspiración que podría haberme llevado a escribir la novela de mi vida. La inspiración que en otro habría germinado para convertirse en una sinfonía, una nueva Gioconda o la panacea que curase todas las enfermedades. Una obra que acunara a las generaciones venideras y que no se perdería jamás.
Y no está.
Tuve la oportunidad de destacar sobre el común de los mortales y ha desaparecido. Ya sólo me queda rememorar lo perdido, pues no recuerdo cómo es tener. No sé qué fue lo que me entregó mi musa, ni cómo lo perdí, pero sí puedo decir lo que siento: ante todo está la frustración, el saber que ahí, donde sólo encuentro un gran vacío, debería haber una gran idea, radiante y trascendental. Entonces llega el desaliento, incontenible, como si en lugar de un pensamiento me hubieran arrancado el corazón. Pero sin mi corazón moriría y así sólo sufro la agonía. Interminable, imposible.
La pregunta que recorre los pasillos de mi mente, buscando una escapatoria. No la hay, sólo un yermo vacío, como si mi inspiración hubiera arrastrado tras de sí todo lo que había en mí que mereciera la pena. Ni la genialidad ni la forma de recuperarla están ahí ¿Dónde han ido?
No lo sé y la única manera de acercarme a la respuesta es tratar de imaginarlo. ¿Se escondieron más dentro de mí o huyeron como un pájaro que elevara sus alas para abandonar la jaula de circunvoluciones y hueso en la que osé mantenerlo encerrado? Elijo creer lo primero. Es lo más sencillo y lo que, si los hados son benévolos, me permitirá alcanzar a mi Calíope, que, cual ninfa alborotadora, se oculta entre los sauces de hojas grises y mustias, confundiéndose con las ramas de lo que es vano y tanto se aparta de su perfecta belleza.
Y, siguiendo esa nueva y afortunada idea, excavo, buscando en mi propio interior la respuesta de adónde ha ido mi fugaz pensamiento. Capa tras capa, voy arrancando aquello que no me sirve... pero no encuentro lo que busco. Puede que esté más adentro.
Sí, más adentro, detrás de mis ojos y de mi mirada nublada. Debo profundizar más... ¡sí, así lo haré!
Mientras cojo el martillo, me pregunto si será la herramienta adecuada para atrapar un pensamiento.
Tendrá que serlo.
No tengo otra.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Otros Relatos: Principio de Inercia

John trabaja en una fábrica. Tiene su puesto en una de las cadenas de montaje de asientos. Su labor, de siete a cuatro, es la de ajustar los dos tornillos de la parte superior. Lo hace con un destornillador neumático, aplicándolo durante dos segundos. Primero el de la izquierda, después el de la derecha. Tiene quince segundos para realizar el proceso.
Todos los días hay un descanso a las once de la mañana. John coge la tartera donde lleva la comida y se toma sus dos sandwiches y su refresco en el aparcamiento, junto a su furgoneta, en unos veinte minutos. A veces, Ebenezer y Paul le acompañan. Apenas hablan con él, sólo están allí, a su lado. Suelen conversar entre ellos sobre temas banales a los que apenas presta atención.
—Una temporada horrible la del Arsenal…
—Parece que va a llover de nuevo…
—No sé en qué piensan los laboristas…
Después vuelve a su trabajo y ajusta tornillos hasta las cuatro de la tarde. Cuando suena la sirena, va a su taquilla y se cambia de ropa. Adelanta a hombres de hombros caídos y cabizbajos camino del pub y aparca mientras acuden tras él. Para cuando los otros piden una pinta, no es raro que él se encuentre a mitad de la segunda.
Suena la alarma.
John se levanta, se lava y se viste. Antes de darse cuenta está en la carretera, a medio camino de la fábrica. No hay apenas tráfico. Aparca donde le corresponde y entra. Se cambia de ropa y va a su puesto. Toma el almuerzo a las once y después vuelve al trabajo, hasta las cuatro. Al volante de la furgoneta, es el primero en llegar a la Cabeza del Rey. Pide una pinta y se sienta, a la espera de los demás.
—¿Dónde están todos?
—Se fueron pronto a casa, John —responde el camarero.
—Entonces yo también debo irme, tengo que descansar.
—Sí, es tarde.
Y John se va a casa, listo para levantarse en cuanto suene el despertador. Listo para volver a la fábrica, como cada día desde que recuerda. Igual que siempre ha hecho.
—¿Quién era? —pregunta otro de los clientes, en cuanto John se marcha.
—Un pobre loco. Trabajaba en la fábrica.
—¿La de la carretera? ¡Pero si cerró hace veinte años!
—Lo sé, pero él no. Nadie se molestó en decírselo.

martes, 18 de septiembre de 2007

Un descanso antes de seguir con más ganas

Pues eso que dice el título. Espero escribir alguna entrada más a lo largo de la semana, contando como van las cosas con Urnas de Jade, pero, por el momento, no hay ni noticias ni ganas de escribir. Ayer mi hermana me hizo tío (cosa que no viene a cuento, pero tenía que soltarlo), así que estoy bastante contento.
Y tengo que tomar una decisión respecto a mi futuro laboral de ahora a mañana a las diez de la mañana.

Si es que, cuando pasan cosas, se juntan todas...

martes, 11 de septiembre de 2007

Deidades: Raibal

Raibal, Amo de las Bestias, es el Dios de la Naturaleza, de todo lo que vive y respira. Adorado bajo diferentes formas, en parte animales y en parte humanas, cuenta con una amplia secta de sacerdotes y eremitas que predican sus enseñanzas hasta en los lugares más recónditos del continente. Se dice que la mayor parte de los elfos de Log-Gulath y de otras tierras norteñas son fervientes adoradores del Amo. Es venerado también por aquellos que viven en las zonas más salvajes, a los que se dice que concede misteriosos dones.

ORGANIZACIÓN: La organización de los ermitaños es un asunto oscuro. Se supone que existe un grupo de ancianos que guía a los más jóvenes y señala las áreas donde deben actuar, pero se desconoce si esto es cierto, dónde se reunen y quienes forman parte de ellos.

TEMPLOS: Los ermitaños no tienen templos como tales, aunque en algunas ocasiones construyen estructuras megalíticas circulares. No se sabe si se reunen en ellas o para que sirven, pero los lugareños que viven en sus cercanías aseguran que en ellas suceden cosas extrañas y que deben ser evitados siempre que sea posible.

RITUALES:
Comunes: Cada solsticio los ermitaños de regiones muy cercanas se reunen con los pocos adoradores de Raibal. Aunque estas reuniones no son secretas, el contenido de las palabras de los Ermitaños es desconocido y por lo que se ve está abierto a la interpretación de sus oyentes.
Extraordinarios: Aunque su palabra es perfectamente válida a la hora de formalizar cualquier ceremonia religiosa, el aislamiento en el que viven estos hombres hace que sea muy raro que oficien alguna de ellas.

OTROS SERVICIOS: En ocasiones los Ermitaños pueden salir en ayuda de personas en peligro que se encuentren en su territorio. Jamás esperan nada a cambio aparte del respeto por la naturaleza.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Geografía: Keinthsgort

Keinthsgort es la ciudad más norteña de Drashur, situada en el Páramo de Keinth y sobre la ribera del río Raigthheim. Existe en la ciudad de Keinthsgort una pequeña barriada habitada casi exclusivamente por enanos.
El Páramo de Keinth es una llanura situada al norte de la Hoz de Zariez. Su clima, increíblemente frío por la cercanía de los hielos perennes del norte, hace que en él existan pocos asentamientos aparte de la pequeña ciudad de Keinthsgort y algunos poblados y minas enanas. Durante el invierno y el principio de la primavera, al peligro del frío se añaden los grandes depredadores y las tormentas de viento y nieve que pueden alcanzar las ciento cincuenta millas por hora o incluso más. Durante todo el año Keinthsgort se encuentra cubierto de nieve.

GOBIERNO: El gobierno de Keinthsgort y de las aldeas aledañas depende de un cónclave de ancianos de las diferentes tribus que se reúne cada tres lunas llenas a las afueras de la ciudad para discutir los problemas que pudieran haber surgido durante ese tiempo. El gobierno diario es llevado a cabo por el Guardián de Keinthsgort, una figura elegida por el cónclave de ancianos que dirime las disputas a corto plazo y dirige el pequeño ejército de la ciudad en caso de guerra o emergencia.

RELIGIÓN: La mayor parte de los keinthsgërt son seguidores de Raibal, pero también de Kroefnir y Elassath. En ellos las religiones muchas veces se entremezclan y toman aspectos realmente extraños para los que no estén habituados a semejante amalgama.

ECONOMÍA: La mayor parte de los keinthsgërt suelen dedicarse a la minería o la caza para vender sus productos a los mercaderes fielanenses. También existen aldeas dedicadas a la pesca y a la caza de focas y otros mamíferos marinos.

SOCIEDAD: Sus habitantes, los keinthsgërt, son altos y rubicundos, dedican la mayor parte de su tiempo a la caza y confección de ropas de pieles. Su división en tribus y clanes es poco más que de nombre entre los muros de la ciudad, aunque fuera de ella resulta muy importante para mantener la paz.

PERSONALIDADES
Algard: La Voz de los Clanes. Algard es el delegado a través del que los señores de las tribus y clanes se hacen oír cuando se reunen. Es la cabeza visible del cónclave de ancianos. Se trata de un hombre un tanto menudo para los de su raza, pero a pesar de ello es respetado por su posición.
Kallgorn: El actual Guardián de Keinthsgort es el máximo exponente de los guerreros tribales de la región. De gigantesca estatura, se ha ganado el respeto de sus compatriotas mediante una aplicación de las leyes tribales brutal y tajante.
Herborg Dientehendido: Herborg es uno de los principales exportadores de pieles de la región. Muy rico en comparación con sus convecinos, todavía dedica gran parte de su tiempo a dirigir en persona las expediciones de los hombres que trabajan para él.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Un par de pasos más

Poco a poco, vamos avanzando hacia la publicación de Urnas de Jade: Leyendas. El ISBN, la portada y el mapa definitivos, enviar la biografía y la foto para las solapas, la imprenta reservada para dentro de un par de semanas... el largo recorrido que empezó hace casi una década llega a su fin y, como no podía ser de otra manera, las dudas vuelven a la carga.
¿Estará a la altura de lo que los lectores esperan? ¿Me criticarán mucho los críticos (valga la redundancia)? ¿Pasará sin pena ni gloria? ¿Tendré que anunciar la venta de 10.000 ejemplares y que se va a hacer una película para llamar la atención (esto último es sólo una coña que la gente del mundillo entenderá)?

Ya en su momento, cuando pasé de ser un tío que escribía sus cosas en un papel o un ordenador a un tío plasta que las imprimió y se las pasaba a todo el que quisiera leerlas, tenía muchas dudas respecto a si todo aquel trabajo habría merecido la pena o no. Y a que pensarían los demás de lo que había escrito. Podéis imaginar que, ahora mismo, esas dudas están multiplicadas por cien... ¡qué digo por cien, por mil! Muchos más ejemplares, lectores a los que no conozco de nada (antes la selección de quien iba a leerme era obvia) y críticos de lo más variado dispuestos a caer sobre mi trabajo de años para destrozarlo.

Pero hay que seguir adelante. Si hasta ahora he superado los bajones que suponen el rechazo y ser ignorado, creo que podré hacer frente al subidón que supone tener tu primera novela publicada. Espero que sea suficiente para amortiguar los golpes que me llevaré después. En unos días, avances en diferentes páginas y en unos meses presentaciones (pánico me dan): en la Hispacón de Sevilla, casi fijo. Tal vez en Salamanca, Valencia y Murcia. Ya se irá viendo. Apoyo por parte de David Mateo y F. J. Illán Vivas por aquellos lares no me falta, desde luego. Iré avisando cuando se vayan concretando. Os dejo con la portada definitiva. Acabo de ver el último artículo que David ha colgado a fecha de 30 de agosto (Asco) y se me han quitado las ganas de seguir escribiendo.
Un saludo.

jueves, 30 de agosto de 2007

Deidades: Eroth

Eroth, el Sanador, es el Dios de médicos y curanderos. Muy venerado en todo el continente. Existen pequeñas capillas a lo largo de todos los caminos y calzadas donde puede ser venerado. Suele representársele como un anciano vestido con una larga túnica blanca.

ORGANIZACION: Cada Sanador de Eroth es una persona en sí mismo y debe ser considerado como representante legítimo de Eroth. Los rangos dentro de los Sanadores no valen nada, sólo la pericia para salvar vidas cuenta. Si hubiera que mencionar un centro para esta religión, éste sería indiscutiblemente el valle de Eddonair, al norte de Mairaith, en plena Hoz de Zariez.

TEMPLOS: No hay templos como tales, cada uno debe honrar a Eroth allí donde se encuentre con sus actos y no con palabras vanas. La capilla situada en el Eddonair es poco más que una sala vacía con algunos bancos que invita a la reflexión.

RITUALES:
Comunes: Durante la hora anterior a la caída de la noche, los Sanadores de Eroth dedican algunos minutos a considerar si sus acciones han sido las correctas y a averiguar qué deberían haber hecho y de qué modo de no ser así.
Extraordinarios: Los Sanadores de Eroth están presentes en un buen número de ceremonias del nombre y suelen ser bienvenidos en cualquier lugar. También ofician bodas y funerales, pero esto es mucho más raro.

OTROS SERVICIOS: Conocidos como los mejores curanderos que existen, los sanadores cobran en forma de donativos y limosnas por sus servicios. El dinero varía según las personas y sus posibilidades económicas y es reinvertido casi integramente en el mantenimiento de las Casas de Curación de Eddonair y en productos para su arte.

domingo, 26 de agosto de 2007

Otros Relatos: La Dama del Bosque

Los relámpagos hienden la faz de ébano del cielo con sus senderos tortuosos y eléctricos. La oscuridad se adueña de la aldea. Es la hora de las historias y muchos ojos brillantes observan las tinieblas, mientras los oídos se llenan de verbos gastados de tanto repetirlos. Todos han escuchado ésta antes, aunque ninguno le hace ascos ahora. Es la historia de una muchacha de cabellos de oro, tez pálida y labios de carmín que esperaba encerrada en una torre en el centro de un bosque olvidado. Una princesa que, maldita por los actos de los suyos, aguardaba a que un caballero osado y galante acudiera a rescatarla de su prisión. Pero, aunque el bosque era un enemigo digno, no era el único con el que tendría que enfrentarse un valiente doncel. Como en todo buen cuento, tres pruebas le aguardaban una vez superada la floresta. Y no eran pruebas sencillas, pues se decía que habían sido letales para todos aquellos que acudieron antes que él, cuyos cuerpos mutilados reposaban bajo los enramados alimentando con su carne a los antiguos robles.
Entre susurros, un anciano habla del caballero Giles de Renoir. Joven, apuesto, ducho en las artes de la espada, paladín de la fe y de una cuna tan alta que no tenía igual. De cómo, viajando por aquella región, había oído de la abominable situación de la Dama del Bosque y de cómo, para probar su heroísmo, se había lanzado en pos de ella, a pesar de las advertencias de los lugareños y las muchas señales que desaconsejaban adentrarse en el robledal maldito.
Transcurrieron dos largas jornadas a lomos de su poderoso semental antes de que nada sucediese y, ni tan siquiera, la torre se mostrara en lontananza. Cuando por fin lo hizo, al amanecer del tercer día de viaje, fue tan sólo un anciano el que se interpuso en su camino, saliéndole al paso y estando a un tris de ser aplastado por su brioso corcel.
—Deteneos, caballero, pues estos terrenos le están vedados a aquellos que no se muestren dignos en las tres pruebas de valor, justicia y humildad que mi amo exige.
—Soy valeroso, justo, humilde y aún más. Apartaos para que pueda continuar.
—Como queráis, pero las pruebas os aguardarán de idéntico modo y, sin mi guía, mucho me temo que ni aún vos os veáis capaz de superarlas.
—Siendo así, os aceptaré a mi lado.
Cuentan que el anciano guió a Giles de Renoir por los senderos más apartados del robledal, hasta conducirle a un apartado calvero. Allí le aguardaba un pozo, de piedra y argamasa, antiguo y lleno de podredumbre. Se oían gritos en su interior y el hombre le indicó que fuese hasta él. Apenas se veía nada en la oscuridad de tan profundo como era. Algo se movía en el fondo.
—Ésta es la prueba de vuestro valor. Debéis descender por él y enfrentaros a la noche y al frío, que son dos enemigos poderosos.
—Pamplinas.
El caballero no tardó en tener lista una cuerda. Descendió por ella con esfuerzo, sintiendo el peso de la armadura contra el pecho, pues no se le había pasado por la mente lo apropiado de quitársela. No había llegado ni a la mitad, cuando éste se hizo insoportable y los brazos le empezaron a doler como si fueran a quebrársele en cualquier instante. Paso a paso por la resbaladiza piedra, fue deshaciéndose de las brillantes piezas de metal, dejándolas caer al agua. Sin ella todo fue más fácil y al poco estaba de regreso, empapado y medio desnudo, pero con un niño en brazos, sano y salvo.
—Creí que sería más difícil.
—Lo habría sido para un hombre común, pero vos no lo sois.
Siguieron su camino por el bosque, cada vez más tétrico y lleno de sombras, pero eso no achantó al joven Señor de Renoir, cuyos ojos se alzaban de cuando en cuando hacia la torre, con la esperanza de ver los cabellos dorados de la Dama. No los vio. Cuando ya estaban cerca del mediodía, llegaron a un nuevo claro, aquel mucho más amplio que el del pozo. Dos aldeanos discutían por el precio de unas verduras. Sobre ellos, las nubes se apelotonaban, amenazando con descargar en tormenta.
—¿Qué es lo que acontece aquí?
—Es vuestra prueba de justicia, señor. Debéis dirimir su disputa de la forma más equitativa.
De Renoir tampoco tardó demasiado tiempo en solucionar aquella prueba, aunque le costó sacrificar su espada. Así, desarmado y vestido tan sólo con las protecciones de su armadura, siguió tras los pasos del anciano. Para lo que había oído decir, todo había resultado muy sencillo. Una sola prueba más y la mano de la Dama estaría a su alcance.
Estaba anocheciendo y llovía cuando llegaron a los pies de la torre y su guía hizo el tercer alto. El viento aullaba entre los árboles, agitando las ramas y ululando maldiciones. Junto a la puerta de la pared de piedra, se alzaba un trono, ocupado por un hombre rollizo, desdentado y con una corona de latón sobre su calva cabeza. Junto al trono había un montón de huesos, algunos de ellos todavía recubiertos con carne, que habían pertenecido a los hombres que le antecedieron. El hedor era tal que Giles apartó el rostro, asqueado y con nauseas.
—Postraros ante el señor de estas tierras, como gesto de humildad.
—¿Señor?
—El amo del robledal. Arrodillaos ante él, ésa será la tercera prueba que os conducirá al interior de la torre y a la Dama que en ella habita.
Tras haber llegado tan lejos, el caballero no pudo rechazar aquel reto. Descendió de su caballo y, con paso firme, se situó frente al trono para clavar la rodilla en tierra. No había terminado de hacerlo, cuando la puerta que había junto a él se abrió. El anciano y el hombrecillo de aspecto grotesco sonrieron, llenos de alivio.
Giles se incorporó y, caminando, entró por ella. Después, la puerta se cerró a sus espaldas. Olía aún peor que fuera y el aire era rancio, como si no se hubiera movido en mucho tiempo. Miró hacia arriba. El torreón estaba hueco, como un pozo, aunque construido en altura en lugar de en profundidad. La lluvia caía desde el cielo encapotado.
—¡He cumplido con los requisitos, he superado las viejas pruebas! ¿En qué he fallado?
—No habéis fallado. ¡Habéis acudido hasta mí!
—¿Sois la Dama? Nadie me dijo que os encontrabais en una situación semejante. De haberlo sabido, habría acudido raudo a vuestro rescate.
—No, no más raudo. Era necesario que cumplierais con los retos. Así será más fácil.
Una masa grotesca se alzó a su lado, muchas veces más grande que él. Tenía los cabellos del color de la paja sucia, la piel pálida por no haber recibido nunca la luz del sol y gruesos labios, cubiertos por la sangre de sus víctimas. Aquella a la que llamaban la Dama del Bosque se arrojó sobre él. Giles de Renoir, desprovisto de arma, armadura y caballo, poco pudo hacer. Sus restos se unieron a los que yacían a los pies del torreón, devorado como tantos otros por su propio orgullo.
Y así es como se cuenta esta historia entre el pueblo llano, donde los cuentos amables no existen. Poco tiene que ver con los de damas que descuelgan sus rizos por las ventanas, a la espera de un caballero que las libere. Eso se deja para los nobles que no temen a la tormenta ni a la oscuridad.

miércoles, 22 de agosto de 2007

978-84-96013-37-7

El título de este post es el número del ISBN de Urnas de Jade: Leyendas. Una de las dos cosas buenas que me han pasado esta mañana con respecto a la novela (la otra es que ya se encuentra como avance en cyberdark).
Lo tercero bueno que ha tenido el día de hoy ha sido que ¡por fin! he terminado lo que estaba escribiendo. Todavía no me convence, pero me voy a poner a corregirlo esta tarde o mañana. Lo tengo ahí, impreso, encima de la mesa. Iba a tener 20 capítulos y tiene 25. Llevo acabándolo desde hace dos semanas, pero se resistía el condenado. Creo que ya está. Sí. Salvo que al corregirlo cambie algo...
Espero que no sea mucho.

Un saludo a todos. Nos leemos.
¡Toma! ¡Toma! ¡Toma!

martes, 21 de agosto de 2007

Otros Relatos: Oscuridad Manifiesta

Oscuras imágenes, abotargadas, informes, bultos sin alma que se extienden hasta el infinito. Rostros sonrientes, blasfemos e inhumanos que llenan hasta el último de los rincones. Lecturas malditas, de caligrafía insana, dubitativa y errática, encuadernadas con sus propias entrañas y cosidas sin tripas, sólo engrudos, pastas y una presión más allá de lo imaginable.
Paseo entre todas ellas, entre las estanterías repletas con lo que nuestra sociedad ha producido y me refocilo en la inmundicia. No puedo por menos dejar de sonreír mientras, bajo la amarilla luz de mi linterna, observo en qué nos hemos convertido. Y no sólo nosotros… aplastando a los que eran más débiles e inocentes, hemos destruido a las que eran mil veces más antiguas que la nuestra. Hemos invadido con nuestros paganos cultos a aquellos que sólo ansiaban libertad y escapar de la tiranía y la opresión. Nosotros se la vendimos y junto a ella les vendimos una esclavitud de espíritu mucho más profunda que las simas abisales. Pan a cambio de su total sumisión. Plagas a cambio de las pócimas y ungüentos. Armas para acabar con sus enemigos y proclamar la paz. Muerte agónica y lenta a cambio de sus vidas cortas aunque plenas. Los cuatro gigantes al completo. Y pagaron por ellos. Y lo hicieron por su propia voluntad.
Como soldados hieráticos, las estatuas se alzan en el interior de sus cárceles de cristal. Altas, imposiblemente delgadas, muestran nuestros ideales al mundo. Son unos ideales marchitos y amargos que, aunque no cumplimos, tratamos de imponer. Imágenes de los nuevos Dioses sin alma que tallamos a imagen de los verdaderos, venidos de las estrellas, flamantes astros sin entrañas que ansían la adoración de las masas sin importarles el precio. Muy pocos se habrían salvado en los días antiguos y muchos de ellos son repudiados por los más viejos y poderosos. Nadie les pretende fidelidad aunque sus imágenes se extiendan hacia el infinito, llenando los muros con sus rostros de expresiones vacías, de ojos acuosos y manchados por los azares de una existencia tan fugaz como su origen. Las sectas se postran a sus pies, pero nadie cree en ellos. Todos aguardan, dispuestos a ver como estos Dioses de pies de barro y cabeza de paja se desploman y caen para poder repartirse los pedazos. Pero estamos dispuestos a ser como ellos, todos idénticos a semejanza de nuestros ídolos.
El círculo de luz que llevo en mi mano se refleja en el vidrio, en los bruñidos espejos que llenan las paredes del templo. Por un momento me asusto de mi propia mirada. Mi piel morena me marca como uno de los de fuera, como ellos, como los que en otro tiempo fueron sus esclavos y ahora son libres para vivir a su modo. Todavía soy menos que ellos en un mundo que promulga la igualdad. Aparto la vista, tratando de olvidar lo que era antes de llegar a donde me encuentro. El día que lo consiga seré uno de ellos, seré aceptado como uno más.
Me falta el aire, pero aquí no hay ventanas a las que asomarse. Casi mejor. Así no podré ver lo que ellos… nosotros hemos hecho a esta tierra. No podemos decir que la hayamos rehecho a nuestra imagen. Yerma, desértica, cubierta de polvo y nubes sulfurosas que brillan durante largas noches como ésta, donde nada que no deseemos pueda medrar o crecer. En apenas dos siglos hemos conseguido esto… ¿cuánto tiempo deberá pasar antes de que debamos partir y repetir el mismo proceso en otra parte? Las eras son cada vez más cortas y todo sucede más rápido. ¿Cuánto será la siguiente? ¿Cien o cincuenta años?
Ya da lo mismo. Esas dudas están fuera de lugar y carecen de sentido. Soy el guardián del templo durante las horas en las que el sol se pone y la oscuridad de la noche llena las llanuras. Esa es mi labor y a ella me debo, no hay espacio para dudas o errores que puedan permitir al enemigo adentrarse en estos execrables pasillos. Desde la caída de las grandes torres nada ha vuelto a ser lo mismo. Ellos podrían estar en cualquier parte, acechando… continuo con el intrincado recorrido que mis superiores me han asignado, entre las sombras amenazantes y los pulidos suelos. Las estatuas, casi vivas, parecen respirar en la oscuridad, observándome, y los puntos rojos que son los ojos de mis compañeros parpadean de cuando en cuando, colgados donde los altos muros se unen con el adornado techo. Las escaleras, vibrantes y pulsátiles antes, y muertas y frías a estas horas, se proyectan hacia el infinito que hay más arriba, llevando sus pasamanos hasta tan lejos que parecen unirse en uno sólo, vulnerando toda geometría euclidiana bajo la luz de la luna, impávida y pálida, que atraviesa las amplias vidrieras del piso superior. Al menos allí hay más claridad, no como en los húmedos corredores plagados de ratas de mis primeras semanas, cuando parecía llevar la insignia de novato grabada en la cara, aún más allá que en el mugriento uniforme que me habían entregado, una reliquia de los tiempos en los que todo era más nuevo y brillante y las masas acudían en tropel para consumir y ser consumidas.
Subo por ellas, un escalón tras otro, sintiendo el frío metal bajo mis pies, cansados de tanto caminar, con las pocas prisas de quien no desea hacer algo pero sabe que debe hacerlo. Las nubes, oscuras, de una tormenta que no termina de descargar, pasan ante la faz de Selene, arrastradas por un viento demasiado cálido para esta época del año. Está ya baja, camino del amanecer, cuando el sol se alzará, los acólitos acudirán precediendo a los fieles y yo podré regresar a casa. Entonces los cánticos se alzarán también, repetitivos, llenos de estrofas y palabras medio susurradas que todos repetirán entre dientes, pues, quien más y quien menos, todos conocen los ritmos y las palabras.
Las pasarelas se presentan ante mí, colgando del techo abovedado. Están tan vacías como el resto del edificio. Junto a ellas, adosadas a las paredes, se abren otras vitrinas, cubículos donde los hambrientos son alimentados, como siempre por un precio demasiado alto. Aquí se proporcionan todos los vicios, se les anima y se les nutre como en ninguna otra parte. Ni siquiera el antiguo Seth, transfigurado en villano, fue capaz jamás de hacerlo tan bien. La gula es domada y amaestrada aquí, mientras que la vanidad, el orgullo y la codicia lo son en el piso inferior…
Me parece oír un ruido. Susurro para mis adentros las palabras convenidas y me dirijo a lo largo de la pasarela de la izquierda, donde las sombras son más oscuras y tenebrosas, nada comparado con lo que he visto más abajo. Mi arma, empuñada antes por cientos que como yo hemos dedicado nuestras vidas a proteger estas paredes, salta a mi mano prácticamente sólida, cálida y fría al mismo tiempo. Me pregunto si alguien la habrá usado antes y en qué circunstancias. Corro hacia el sonido. Cuando llego no hay nada. Sólo se trata del pestillo de uno de los altos portalones que, suelto por descuido, hace que los goznes giren y se retuerzan con el viento que, aunque escaso, es una constante aquí dentro. Ha sido una falsa alarma y me sonrojo por haber puesto a todos en alerta. Con un saludo de mi mano, indico a los que observan desde las alturas que todo va bien, que todo es correcto. Un rayo de sol entra en ese instante por la cúpula y sé que ya es la hora de que me marche, que mi tiempo ha acabado aquí…

¡DING! ¡DONG! ¡LAS PUERTAS DE ESTE CENTRO COMERCIAL ABRIRÁN EN UNOS MINUTOS!