lunes, 29 de noviembre de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo XIII

XIII EL ARQUERO


Conozco medio centenar de palabras que podrían poner a un hombre de rodillas y obligarle a suplicar clemencia y ninguna que sea capaz de conmover el alma y hacer que de verdad se arrepienta de sus actos.

Palabras de Taith el Anciano


Qüestor Elendhal. Aquel era su nombre, aunque no lo había sido plenamente desde su nacimiento y no sería con el que moriría. Pero de lo primero había pasado una buena cantidad de lunas y hasta lo segundo faltaban muchos años. Entonces, en aquel preciso instante, el hombre en el que era considerado por todos un bardo. De los mejores, según algunos círculos. De los más engreídos, según otros. De los que aprovechaban un nombre y una fortuna que no merecían, de acuerdo con las opiniones de los que se tenían a sí mismos como los más versados. Sin embargo, de haber estado allí algún representante de cualquiera de aquellas facciones, sin duda habría convenido en que Qüestor era también uno de los juglares más ágiles que había conocido Drashur.
El resplandor proveniente de las manos del sacerdote demiano se convirtió en un rayo cegador, con un chisporroteo tan intenso que pareció detener el tiempo. Mientras, los pies del bardo se movían, bailando una complicada gavota arco en mano. La luminosa estela atravesó la herida de la muralla, con la misma facilidad que él parecía atravesar las filas amigas. El rayo pasó junto a la cabeza del caballo de guerra, mientras el caballero se desplomaba, arrojado al suelo por el rápido bailarín.
Las picas al rojo cayeron de las manos de los soldados. La luz se disolvió en la noche. Pequeños destellos luminosos recorrieron el acero de la armadura del Barón de Khörs. Demianos y dhaitas abrieron los ojos. Rostros aterrorizados, sorprendidos… una oportunidad de acabar con el caballero que tanto daño les había hecho se reflejó en los ojos de uno de los bárbaros, a través de la abertura de su oxidado yelmo.
El reflejo quedó reemplazado por un estallido de sangre y las plumas de una flecha.
—¡A él! —gritó el bardo.
Su voz, bien proyectada, como si se encontrara sobre un lujoso escenario, rebotó contra los sillares de piedra. No hizo falta que dijera nada más. Los pocos ballesteros que todavía tenían sus armas cargadas, abrieron fuego contra el clérigo vestido de negro, el mago malvado que servía a los intereses del Yermo y a todo lo que aquello suponía. Las saetas zumbaron por el aire. A su alrededor, en torno a él. Ninguna le alcanzó, engullida por una sombra que devoró hasta la última. Qüestor creyó escuchar cómo reía, aunque lo más seguro fuera que lo imaginara. Entre el caos de la batalla, no podía escuchar más que ruidos confusos.
Cargó y descargó su arco tres veces más, alejando a los norteños que pretendían acabar con él y con el paladín caído antes de que Falstaff y Salier, entorpecidos por sus propias tropas, llegaran a su lado y se convirtieran en dos rocosos muros. Belver de Khörs se levantó, para unirse a ellos. Algunos de los soldados que estaban a sus espaldas gritaron alborozados al ver que el noble continuaba como si tal cosa, convertido de nuevo en una bandera con forma humana. La mayor parte guardó silencio, más ocupado en conservar la posición y la vida que en mostrar una alegría que tal vez no dudara más que unos instantes. Qüestor Elendhal murmuró por lo bajo. Aquella no era la mejor posición en la que podía encontrarse. Él prefería ver las cosas desde lejos y evaluar los riesgos. También tener un blanco claro del enemigo que en aquel momento ponía en mayor peligro la integridad de las defensas de Dhao.
Aún así, el juglar se las arregló para sacar varias flechas más del carcaj y hacer puntería en sus enemigos a través de los escasos espacios que le dejaban los tres protectores guerreros. Silbando, los proyectiles hicieron que el clérigo de Kroefnir gruñiera entre dientes, Salier sonriese y el Barón mantuviera su terco silencio; abochornado por la forma en la que le había salvado la vida, tal vez su orgullo le impidiera responder de otra manera.
No fue demasiada la alegría que obtuvo con cada uno de sus blancos. El principal se mantenía a buen recaudo, tras unas filas demianas que no dejaban de crecer en torno a la brecha y unos oscuros encantamientos que parecían protegerle de cuanto le arrojaran. En las murallas, la resistencia cedía paso a paso. Muchas cabezas, en lo alto de las escalas, se alzaban tras la roca gris, sin que los defensores de Dhao pudieran retener su avance más que lo justo. Y no sólo eso. El fanático de Demosian alzaba los brazos de nuevo, murmurando maldiciones y conjuros. Poco le importaba que sus propios hombres se encontraran entre él y sus enemigos.
Qüestor Elendhal rozó el broche con forma de arco que sujetaba su capa. Mucho había pasado para llegar hasta allí y no iba a acabar de aquel modo. Bajo las órdenes de Taith había recorrido medio Drashur para reunir a unos pocos elegidos y juntos habían recorrido el norte del continente persiguiendo habladurías e intentando evitar aquello. Un sacerdote sin nombre y un hechizo mal articulado no iban a acabar con todo. No iba a fallar ni a su misión ni a ella… ella, que aguardaba en el castillo Qüintain que todo sucediera como debía.
—¡Échate a un lado! —dijo al soldado del hacha, a Salier Jariesi, con quien había compartido las gamberradas de infancia y juventud.
—No puedo descuidar el flanco…
—¡Hazlo!
El soldado le obedeció a regañadientes, mientras blandía para mantener apartado a un demiano que, al ver su retroceso, unió sus fuerzas al que trataba de superar a Belver de Khörs. A través del hueco abierto, la figura del servidor de Demosian se hizo mucho más clara, alzándose entre los bárbaros que se desparramaban por la grieta de la muralla y reluciendo con luz oscura, mientras preparaba una nueva descarga.
—¡No servirá de nada! —protestó Salier—. Ya has visto que…
El bardo no le hizo caso. Su brazo fue hacia atrás, tensando el cordaje hasta que los dedos le dolieron y amenazaron con ceder. Pero no le tembló el pulso. Con la punta de la flecha buscó el pecho del sacerdote. Sus labios se movieron al compás de los del demiano, susurrando al astil del proyectil, como si hablara con él. Luego, contuvo el aliento durante unos segundos y soltó la tripa.
La flecha voló rauda, pasando junto a la oreja de Falstaff Vladsörd, por debajo de la alzada maza de uno de los demianos y junto a la testa coronada de pinchos de un guerrero tatuado y de rostro enrojecido.
El sacerdote sonrió y en aquella ocasión Qüestor estuvo seguro de que no se trataba de su imaginación. Sabiéndose superior, miró hacia el mortal proyectil, sonrió y continuó con su conjuro, ignorándola y con la certeza de que la oscuridad que le rodeaba la destruiría como a tantas otras.
Abandonó aquel gesto cuando la madera, el metal y las plumas se transformaron en luz pura y blanca, atravesaron sus embrujadas defensasy estallaron en su corazón, derribándolo con una furiosa explosión.
—¡No te quedes de un aire! —le gritó el clérigo, mientras enterraba el filo de su espada en el abdomen de uno de sus enemigos—. Esto no ha acabado.
No, no lo había hecho, aunque Falstaff no sabía lo cerca que había estado de terminar.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

De portadas y portadas

Cristina Roswell, autora de la novela on-line Lykaon: Memorias de una mujer lobo, habla de la importancia de las portadas a la hora de hacer que el lector se acerque un libro en su blog Ardeal y propone un concurso en el que se sorteará un libro de entre los seleccionados por el atractivo de su portada (entre ellas, ha seleccionado UdJ: Mentiras, cosa que me alegra mucho).

Podéis encontrarlo todo aquí.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo XII

XII MANCHAS DE TINTA


No muchos saben lo dolorosas que resultaron para algunos las heridas inflingidas durante la más tarde llamada Batalla de Dhao. No sólo las de la carne, sino las del espíritu y el alma, que se cebaron tanto en los que cayeron en la lucha como en aquellos que les enviaron a morir con la certeza de estar haciendo lo correcto.

Memorias de Qüestor Elendhal Tomo I


La pluma se deslizaba sobre el pergamino, dejando una leve traza de tinta. Las líneas, de caligrafía perfecta, narraban sin titubeos lo que podían ser las últimas palabras de su dueña. Dariahn de Dhao las escribía sobre la superficie de la misma mesa en la que, años después, después de que ella muriera, el hombre que sería su marido redactaría sus propias memorias. Pero la noble no podía saber aquello, igual que no conocía cuál sería el final de la confrontación que se libraba al otro lado de los muros.
Sus dedos, largos y finos, guiaban la pluma de oca a lo largo de las líneas, sin que esta se saliera de los renglones invisibles entre los que parecían moverse todos sus actos. Tras haber abandonado el interrumpido baile, había dejado aparte su vestido lleno de brocados, había vestido uno mucho más sencillo y se había recogido el pelo. Su gesto era entonces firme, aunque sereno y mucho más adusto de lo que habrían hecho suponer sus poco más de veinte años. Porque la Señora de Dhao todavía era una mujer joven, aunque la responsabilidad de su cargo fuera una que se habría encontrado más acomodada en hombros más ancianos y sabios.
En el exterior, los estallidos y el ruido de la espada contra el escudo y de las hachas contra las mazas se sucedían y Dariahn, con su ininterrumpida escritura, parecía ignorar todo aquel alboroto. Escribía con firmeza, poniendo sobre aquel pellejo amarillento cada detalle de lo que eran unos deseos que, tal vez, jamás tendrían lugar. Cada anhelo que no llegaría a buen puerto. Cada deseo y cada ansia de su corazón que, de vencer sus enemigos, jamás se verían cumplidos.
Los arcos descargaron sus flechas y las ballestas respondieron y la Señora de Dhao detuvo su mano durante unos instantes que para ella fueron eternos. La Historia la recordaría por aquel momento. Si caían o si se alzaban con la victoria, a ella sólo la recordarían por sus acciones y por sus palabras. No por los deseos incumplidos de una niña, sino por los actos de una mujer.
Aquellas palabras no eran dignas de ella, así como tampoco lo era fingir que ignoraba lo que estaba sucediendo a sus pies. Sin duda no lo hacía. Sabía muy bien lo que estaba pasando y hasta el último detalle dependía de sus decisiones y de sus actos. No había dado la espalda a los suyos ni por un solo momento. Todo lo que había hecho… todo se sabría a su debido tiempo. Las lágrimas y los sentimientos vanos y necios no iban a empañar los actos que había realizado en aquellos amargos días.
Llevando el pergamino hasta la llama de la candela que la iluminaba, Dariahn de Dhao dejó que el fuego lo consumiera.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Entrevista en Los Libros de mi Vida

Pedro Llamedo me ha entrevistado para Los libros de mi vida, blog literario dedicado a las novedades literarias, presentaciones y entrevistas (valga la redundancia). El comienzo podéis encontrarlo un poco más abajo y la entrevista íntegra aquí.


Por otra parte, Torre de Marfil Ediciones ya ha subido mi ficha como autor. Como siempre, en breve, un poco más sobre el tema.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo XI

XI VENENOSA TRAICIÓN


Hay media docena escasa de puntos que resultan vitales en el cuerpo de un hombre. Conocerlos, es conocer la diferencia inmediata entre la vida y la muerte. Hoy aprenderán de la otra docena que conduce a los brazos de Zariez dejando un reguero de sangre y un sendero lleno de lento sufrimiento.

Palabras de un instructor demiano


La explosión rozó a Arros como una ola de calor, librándose por poco de que le alcanzara de lleno. El segundo de Adkrag Zelnistaff cayó al suelo, arreglándoselas para rodar sobre sí mismo y aminorar la mayor parte del impacto. Cuando se puso en pie, tambaleándose, el aire olía a carne y pelo quemado. El hombre que había prendido el aceite había desaparecido en mitad de la llamarada de aceite incandescente. De él sólo quedaban… el demiano se quitó media oreja de uno de sus hombros con el filo de su cuchillo. Cayó, chamuscada y crujiente.
Arros tosió. El humo llenaba lo poco que quedaba del almacén. Las llamas, atenuado su ímpetu inicial, ardían todavía furiosas, devorando los restos de las barricas y cántaros. En las vigas, renegridas por el estallido, había incrustados pedazos de cerámica. La metralla no sólo había hecho eso. En aquel momento el norteño se encontraba solo. Quienes le habían acompañado hasta aquel momento yacían en el suelo. La sangre, más densa que el agua y mucho más densa que el aceite, llenaba el suelo.
Embozándose con los restos de su carbonizada capa, buscó una salida. Además de la que se había abierto, arrasando de paso la vivienda del anciano, sólo quedaba aquella por la que habían entrado los soldados dhaitas. No había ni rastro de más de ellos entre las nubes de humo. Si los había habido, habrían sido barridos al igual que los norteños que le habían servido hasta entonces y yacerían desperdigados.
El rostro picado de viruelas del atípico demiano se contorsionó en un simulacro de sonrisa que hizo que las quemaduras que le habían marcado la faz escocieran y le hicieran recordar lo pésimo de su situación. Aquello… aquello había sucedido a destiempo, más aún por la presencia de los dhaitas, que parecían estarles buscando de antemano. Tragó saliva al evaluar aquello y lo que suponía. Los malditos conocían de antemano su presencia y habían intentado contenerles antes de que pudieran iniciar el incendio… espías, traición o la mitad de cada. Aunque no merecía la pena dar demasiadas vueltas a aquellos términos, cuando lo que tenía que hacer era salir de allí.
Arros retrocedió, con sus pies tropezando con los pedazos de madera astillada y los restos de las tinajas reventadas. Las llamas se extendían, rojas y vibrantes, devorando lo poco que quedaba del almacén y tiñéndose de azul y ámbar allí donde se alimentaban del aceite derramado. Los cuerpos destrozados yacían por todas partes. Los de sus soldados, los de los dhaitas a los que habían sorprendido y degollado…
No tardó más que unos instantes en tomar prestada la capa y la sobrevesta verdeazulada de uno de ellos y colocárselas por encima. El tiempo justo antes de que varias figuras se perfilaran entre el caos.
—¡Hay alguien ahí! —gritó una voz con acento del sur—. ¿Podéis oírme?
—¡Aquí! —respondió Arros, después de unos segundos de duda, entre toses que tenían tanto de fingidas como de reales—. ¡Hay heridos! ¡Cof! ¡Necesito ayuda!
—¡Ya voy!
El segundo de Adkrag Zelnistaff reconocía aquella voz con deje sodaita. No recordaba de cuándo ni de dónde, pero era la de un enemigo. De eso estaba seguro. Apretó su daga entre los dedos y esperó, acuclillado todavía y medio oculto por el humo y los colores de Dhao.
Un hombre, vestido con justillo de cuero y capa gris se acercaba a él. Sus rasgos, al igual que su voz, no le eran por completo desconocidos. Moreno y con los ojos verdes, era una copia casi idéntica del individuo que hasta pocos instantes antes había corrido por los tejados en persecución de Karadrag, el asesino. Pero eso Arros no podía saberlo.
Mirando todavía al suelo, el bárbaro apretó con más fuerza aún la empuñadura de su arma. Si él podía reconocerle, tal vez también sucediera al contrario. De poco iba a valerle su disfraz entonces. El rostro le escocía y el calor se hacía insoportable por momentos. Un par de pasos más y le hundiría la daga en el pecho, detendría sus andares pretenciosos y el bamboleo del estoque que colgaba de su cinturón. Luego huiría.
—Señor, los han matado a todos —dijo otra de las confusas sombras, aquella con el amanerado acento de los dhaitas—. Acuchillados a traición.
—Propio de ese animal de Arros —gruñó el sodaita, girándose a medias hacia el militar—. Aunque parece que ha dejado uno con vida. ¡Llevadlo fuera! No se preocupe, soldado, ahora esta en manos de Saeth de Jiriom —añadió, tendiéndole la mano—. Nada malo va a sucederle.
Aquel nombre destelló en la embotada mente del demiano como una estrella en explosión. Claro que reconocía a aquel tipo. Era uno de los que se habían dedicado a amargarles durante las semanas anteriores, preguntando por las aldeas y acercándose cada vez más a sus emplazamientos. Uno de los que les había acosado y cuya existencia había negado ante su general para que el plan de ataque contra Dhao no se detuviera.
Una especie de rugido surgió de su garganta cuando, al tiempo que agarraba el antebrazo estirado hacia él, la daga que empuñaba se precipitó contra el pecho del maldito Jiriom.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

En Tierra de Nadie

Hace cerca de nueve meses que anuncié que En Tierra de Nadie, novela juvenil que escribí hace unos años, iba a ser ilustrada por Pablo Uria (precisamente lo hice aquí). Pues bien, no sólo será ilustrada por Pablo, sino que, además, será publicada en breve por Torre de Marfil Ediciones.
Ha sido un embarazo largo, pero ya parece que acaba.
Seguiré informando. Para muestra, un botón.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo X

X EL HÉROE


Por honor todos marchamos / por honor las armas alzamos.
Por honor la vida perdemos / por honor nuestra sangre damos.

Canción de batalla agrestense


Los soldados verdeazulados se arremolinaban en torno a la brecha, rechazando con largas picas y alabardas los envites de los guerreros demianos. Los hombres del norte, vestidos con armaduras y empuñando espadas y hachas, hacía rato que habían sustituido a los desarrapados esclavos de la primera oleada. La sangre de estos embadurnaba las destrozadas rocas, igual que si fueran ellas las que se desangraban a través de la herida de la muralla. Gritaban, luchaban y morían, y, aunque los soldados dhaitas los retenían sin dejar que sus salvajes huestes se extendieran por las curvadas calles como una marea incontrolable, no podían evitar que avanzaran paso a paso, mientras sus pies retrocedían sobre el pegajoso empedrado.
Entre los soldados defensores una figura se alzaba sobre todas las demás como una banderola viviente. Embutida en una armadura brillante y a caballo, animaba con sus gritos a los dhaitas, exhortándoles a no ceder ni una pulgada. Su voz, potente y animosa, les instaba a atacar con saña, con las palabras de un general bregado en un centenar de batallas y el ánimo de un jovenzuelo en plena justa. Pero gritar no era lo único que hacía, pues, además de dirigir la respuesta de los defensores, parecía encontrarse en todas partes, haciendo uso de su espada donde fuese necesario.
El caballero reía, con su sobreveste hasta entonces impoluto manchado de cuajarones y sesos. Implacable como Falstaff Vladsörd, el sacerdote de Kroefnir que, desde la retaguardia, se abría paso hacia la primera línea, su actitud no podía diferir más de la de este. Como en el baile en el que se encontraba hasta pocos minutos antes, el Barón de Khörs se movía entre la infantería como si se encontrara siempre en el momento y el lugar adecuados. Pues aquel que bramaba y mataba no era otro que el agrestense Belver de Khörs.
La espada descendió en un arco de muerte. El guerrero demiano que debería haberse rendido al toque de Zariez se apartó a duras penas. Aunque no pudo evitar que la amarilla dentadura de la montura del caballero le arrancara media oreja. El norteño aulló de dolor antes de que el retroceso de la espada le alcanzara en plena axila. Cayó con el brazo colgándole por apenas unos hilos de carne, desmadejado y dejando escapar un inmundo chorro de sangre.
—¡Muere, bellaco!
Belver de Khörs sonrió radiante, mientras su caballo reculaba, culebreando entre los infantes y los piqueros con los ollares dilatados. El negro animal, una extensión de su jinete, parecía oler la debilidad y la sangre. Era una auténtica bestia de guerra que no precisaba del uso de riendas para ser guiada. Mordía y coceaba a sus rivales —y en ocasiones a sus aliados— sumergiéndose en la batalla con idéntico entusiasmo que su dueño., con una elegancia incuestionable a pesar de su brutal comportamiento.
—¡Adelante, que no pase ni uno!
Una saeta silbó junto al noble y su expresión cambió de la alegría al desconcierto y al enfado. Él era un hombre de honor y quienes se atrevían a atacarle con armas tan despreciables unos meros cobardes. Aunque debía reconocer que en las actuales circunstancias tenían una buena ventaja. Junto con los guerreros de a pie vomitados por la sangrienta herida de la muralla una docena larga de ballesteros. Varios más abrieron fuego contra las tropas que le rodeaban y varios dhaitas cayeron a su alrededor. Uno de los proyectiles rebotó en el escudo del sacerdote vestido de blanco que combatía a pocos pasos de él. El hombre santo, Khaelys, frunció el ceño antes de seguir combatiendo.
Varias flechas, aquellas en sentido contrario, hicieron que dos de los ballesteros. Los propios arqueros de Dhao, famosos en muchas millas a la redonda, se reagrupaban. Los demianos supervivientes se echaron al suelo, buscando la cobertura de los escombros. Algunos lo consiguieron. Otros no. Para Belver, aquello equilibraba las cosas. Al menos un poco.
—¡Contenedlos! —gritó el barón, mientras clavaba los talones en los flancos de su montura.
Los cascos del caballo de batalla, como platos soperos, se levantaron en el aire. Las luces de las antorchas y las lámparas se reflejaban en su armadura y su espalda, las picas se alzaban a su alrededor, como un bosque. Una escena digna de un cuadro.
Sólo faltaba un relámpago destellando en el cielo nocturno.
Aunque sí había uno que provenía de las manos de Galkor, el sacerdote de Demosian.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Dos Coronas: el booktrailer

A partir de mañana en las librerías:

sábado, 6 de noviembre de 2010

She loves you, ye, ye, ye!

¡Esta va por ti, RAE!

lunes, 1 de noviembre de 2010

Fragmentos de una Batalla: Capítulo IX

IX SILENCIOSO


Cuando los gigantes luchan, los hombres sufren… entonces el deber de los míos es tomar partido por las hormigas.

Palabras atribuidas a Finerotius


El solitario jinete recorría la Ruta Norte como alma que lleva Zariez, obligando a su pesado percherón con la presteza de un corcel ligero. Sus cascos, como platos soperos, golpeaban la dura piedra de la calzada levantando ecos que eran devorados por el bosque y la hambrienta noche.
El hombre tenía el rostro tenso, concentrado. Era moreno, aunque su piel debía aquella tonalidad al sol, no a su nacimiento. Su cabello, oscuro sin ser completamente negro, era demasiado largo para lo que solía considerarse civilizado y se agitaba sobre sus hombros, repleto de sudor, hojas y ramitas. Un bigotito, escaso, formaba una delgada línea horizontal en su rostro, cruzado de cicatrices. Sus ojos brillaban, con emoción. También con el resplandor de algún trago de más.
Frente a él la ruta trazaba una curva. Hacia el norte, apartándose del río Jiraimot. Una senda salía de ella, directa hacia el sur. Tomo aquella última, alejándose de la ya cercana Dhao y de los ejércitos que en ella combatían. Pocos minutos más tarde, el garañón chapoteaba por un vado. Los cantos rodados y la blanca espuma saltaban a su alrededor, empapando las botas y los pantalones pardos del jinete.
La arboleda del otro lado del cauce era más densa y antigua y estaba cubierta de largas barbas de musgo. El viajero tiró de las riendas con fuerza nada más rozar la linde y la alocada carrera de su montura dio paso, en un instante, a la más absoluta quietud sin que pareciera haber un motivo para ello. Pero lo había. Los oscuros ojos del viajero, clavados en la espesura, podían verlo entre la oscuridad.
—Has venido a buscarme —dijo una voz—. Te estaba esperando.
El jinete afirmó con la cabeza, pero no dijo ni media palabra. No era necesario. De entre la maleza surgió la figura del hombre que acababa de hablar, vestido con largos hábitos del color de las hojas secas.
Después, ambos se dirigieron de nuevo al vado y marcharon hacia la batalla.