viernes, 2 de febrero de 2007

Relato: Juglar

Jadeante, Ednar da por finalizada la canción mientras sus ojos contemplan, expectantes, cada una de las reacciones del público. Sabe que no ha caído en desgracia, sí, está seguro... Un murmullo lejano y un tanto torpe invade la taberna, rebotando en sus vigas, cada vez más lleno de aplausos y felicitaciones. El bardo las acoge como siempre, con una ligera sonrisa, y las guarda en su interior. Un recuerdo dichoso para los días de camino en los que está por dejarse vencer. De ellos ha vivido durante estos años. Por un instante se deja llevar por el gozo del éxito y se ve tentado a inclinarse y saludar, pero no lo hace. La calzada le espera y esta sólo ha sido una breve parada. Otra más. Deben ser breves. Detenerse durante demasiado tiempo puede suponer no volver a marchar.
Con otra sonrisa va hasta el tabernero mientras recoge su sombrero de una punta de la pared. Ala ancha y ni una pluma... y casi tan ajado como él mismo, o como se siente. Ednar de Jirt todavía no ha cumplido los treinta pero la vida ya ha dado demasiadas vueltas para él. De dos zancadas se planta ante el hombre de rostro enrojecido por el vino.
—Terminé por hoy, mi buen amigo —dice al tabernero—. Dame mi parte y me iré.
Él le mira, buscando tal vez un resquicio de duda en su manera de moverse, un resquicio por donde sacar algún beneficio más de su alianza. No lo encuentra. Tan sólo unos ojos oscuros que brillan con reflejo acerado y una ligera sonrisa en los labios. Nervioso por algo que no esperaba encontrar, rebusca en los bolsillos de su delantal para sacar unas cuantas monedas de cobre.
—Aquí tienes —dice, no demasiado convencido, mientras se las tiende con una mano sudorosa y cubierta con una extraña erupción—. Eso es lo que te toca.
—No parece mucho —responde él, sin bajar la vista—. Deberías hacerte mirar esa mano. No tiene buen aspecto.
—Lo haré —murmura el tabernero. Al cabo de unos segundos vuelve a meter la mano en el delantal cubierto de mugre y saca una pequeña moneda de plata, media corona—. La noche se ha dado bien —gruñe, dejándola sobre la barra con un golpe seco—. Llévate esto también.
Ednar la coge sin apenas rozar la madera manchada de cerveza y juguetea con ella unos instantes antes de guardarla en una pequeña bolsa de algo que podría ser terciopelo verde, pero que tiene tantas calvas que hace años dejó de tener valor alguno. Sin quitar la vista del tabernero vuelve a abrir el cuello de su camisa y la deja deslizarse en su interior.
—Me encanta hacer negocios contigo —sonríe, recogiendo su capa de los pies del improvisado escenario y poniéndosela sobre los hombros—. Hasta más ver —se despide, caminando hacia la puerta del estrecho y oscuro local.
Unos cuantos saludos y empujones de su público, nunca ha sido demasiado amigo de las palmadas en la espalda, le llevan hasta la puerta. Fuera hace frío y la niebla ya lo cubre todo. Su caballo le aguarda. Monta en él y se aleja. El sonido de los aplausos, por mucho que lo niegue, todavía se escucha en su cabeza.
Los cascos de su montura resuenan contra el húmedo adoquinado, levantando breves ecos en las paredes de adobe y madera. Sombras amenazadoras se alzan allí donde sólo debería haber almacenes y casas. Siente que la capa no da suficiente calor y se envuelve en ella con fuerza, sujetándose con una mano al pomo de la silla y dejando que las riendas reposen sobre sus rodillas.
No hay de que preocuparse se dice, y sus ojos escrutan las tinieblas a su alrededor. Nuevos sonidos se unen a los de las herraduras cuando gira por una calleja. Un haz de luz recorta los edificios a su alrededor y siluetea la sombra de jinete y caballo contra el suelo, para luego desaparecer entre la bruma en dirección al mar. El faro gira. Gotas de lluvia caen desde los canalones y la siguiente vuelta de la blanca luz arranca de ellos brillos multicolores que nadie esperaría encontrar en el agua. Pero esto es Puerto Agreste, se dice. Nadie está muy seguro de cuanta parte del agua que se bebe es agua.
Los sonidos se hacen todavía más cercanos. Cuchichean entre ellos como si la niebla y la oscuridad impidieran que sus palabras fuesen oídas. Es algo que tiene en común los ladrones y cortabolsas de todas partes, anota para sí. La espada corta que suele llevar amarrada a la silla se desliza poco a poco en su vaina. Sabe manejarla y no dudará en hacerlo, pero no ahora. Oculta entre los pliegues de su capa es como debe estar... de momento.
La sombra de un tipo bastante grande, con un casco cuadrado y una pelliza sobre los hombros, surge de repente frente a él, en la mitad de la calle. Tiene una gran barba trenzada que le cae por encima del pecho y un hacha de leñador cuelga de su cinto. Dos más se unen al primero, tapando la calle de lado a lado como una muralla de carne y acero.
—¿Eres tú el juglar? —gruñe con voz amenazadora. Ednar tira de las riendas y su caballo cabecea nervioso, presintiendo al igual que él el peligro—. ¿El que ha cantado en El Cenagal?
El Cenagal... bonito nombre para semejante pocilga. Pero de algo hay que vivir, se repite, y el público está donde se busca. No más lejos. El hombretón no se mueve aguardando una respuesta y Ednar alza ligeramente sus ojos, ocultos por el ala del sombrero de la fría luz del Faro de Ifklar que, inmisericorde, barre la calle una vez más. Casi puede imaginarse el siseo de la luz sobre el pavimento.
—¿Eres tú? —pregunta con voz grave, dando algunos pasos hacia él. Viste armadura de cuero llena de remaches. Varias dagas brillan en las cinturas de sus amigos. La silueta de una ballesta se muestra sutilmente bajo la capa de uno de ellos. La luz le ciega de nuevo – Venimos buscándote desde allí.
—Sí, lo soy —para que mentir, murmura para sus adentros, apretando con fuerza el arma hasta que los nudillos se le ponen blancos. Relájate, se dice, si hay que combatir no debes hacerlo nervioso.
—Tenemos algo para ti —susurra, aproximándose aún más. Oculta algo a su espalda, en la mano derecha que se mantiene invisible.
Ednar se prepara para apartarse de lo que sea... un cuchillo... lo que sea.
Con un movimiento firme y decidido, el hombre saca algo redondeado y lo blande en el aire. La fría luz del faro arranca el brillo del barniz de su madera mientras, como un rayo, lo coloca frente a sí.
—Esto es tuyo —dice, entregándole el laúd con gesto amistoso—. Lo olvidaste en la taberna. Por cierto... muy bueno lo de esta noche. Tendrías que venir más por aquí.
Las tres sombras se pierden por la calle, tan misteriosas como llegaron. Sólo tras largos instantes Ednar se siente con fuerzas para continuar.
Lo que hay que ver, susurra.
Cosas como ésta sólo pueden suceder en Puerto Agreste.

4 comentarios:

Dani González dijo...

encontré este lugar a través de Illán, y después de leer el relato, no podía marchar sin darte mi más sincera enhorabuena, puesto que fue de mi total agrado.

saludos cordiales

dStrangis dijo...

Gracias por el comentario, Dani. Seguiré ampliando el blog y (seguramente)también sacando algunas cosas de él y llevándolas hacia otro paralelo y sin relación con Urnas de Jade.
Espero que te guste.

Un saludo.

Alex dijo...

Hola. Creo que ese "pobre" bardo me es un tanto familiar, no sé por qué. Relato gracioso donde los haya.

Anónimo dijo...

Buena historia, me agradó el final inesperado.